Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído… Pocos minutos después, se arrepintió profundamente de sus palabras

Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído Pocos minutos después, se arrepintió amargamente de sus palabras.
Francisco había visitado tanto el hospital que los pasillos le resultaban familiares, pero nunca reconfortantes. Cada visita lo dejaba exhausto, irritable y más distante de su propia vida.
Siempre subía por las escaleras. No por salud, sino para evitar miradas de lástima y palabras vacías de consuelo.
Aquel día llevaba un pequeño ramo de claveles blancos. Era pura apariencia. Lucía, su esposa, llevaba semanas en comano vería las flores, no sentiría su fragancia. Pero los médicos y la familia se tranquilizaban al verlas. Él interpretaba su papelel del esposo devoto.
Sin embargo, tras esa fachada, todo se desmoronaba. Los cuidados costaban una fortuna. Los días pasaban y las facturas se acumulaban. Francisco, en silencio, no podía más.
En lo más profundo de su alma, ya se había rendido. A veces, lleno de culpa, se preguntaba: ¿Y si Lucía no despertaba nunca? Él lo heredaría todo. Un pensamiento horrible y, al mismo tiempo, extrañamente liberador.
Aquel día entró en la habitación, colocó las flores en un jarrón y murmuró unas palabras. Pero apenas unos minutos después, lamentaría profundamente lo que había dicho. He aquí el motivo:
“Lucía nunca te quise como creías. Esta situación me está destrozando. Si te fueras todo sería más fácil.”
Lo que Francisco ignoraba era que, a escasos centímetros bajo la cama, estaba Pilar, una joven voluntaria. Se había escondido allí para evitar un colapso emocionaly acababa de escuchar una verdad devastadora.
Poco después, llegó el padre de Lucía, Gonzalo. Francisco volvió a ponerse la máscara, hablando con dulzura, calmado. Pero Gonzalo notó al instante que algo no iba bien.
Pilar se enfrentaba a un dilema: ¿Debía hablar y arriesgarlo todo? ¿O callar y permitir que ocurriera algo peor?
Finalmente, decidió actuar:
“Deseó que muriese”, le confesó a Gonzalo.
El hombre se quedó heladopero no pareció sorprendido.
Al día siguiente, se tomó una medida: Francisco no volvería a estar a solas con Lucía.
Cuando regresó, notó el cambio: miradas de sospecha, presencia constante. Y una advertencia gélida de Gonzalo:
“Un solo error y lo perderás todo.”
Francisco intentó mantener la compostura. Hasta el día en que Lucía se movió. Un leve temblor, un aleteo de pestañas Estaba volviendo.
Y entonces, todo cambió. Los recuerdos de ella, de su historia juntos, de su risa, lo inundaron. La vergüenza lo abrumó.
Se quedó. Día tras día. No por obligación, sino porque de verdad quería hacerlo.
Y cuando por fin abandonaron el hospital, Lucía murmuró:
“Te quedaste. Gracias.”
Él respondió con voz quebrada:
“Siento haber tardado tanto en entender lo que de verdad importa.”
Nadie sabía qué depararía el futuro. Pero en lugar de resentimiento, nació algo auténtico entre ellos. Frágil. Verdadero. Una segunda oportunidad.

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MagistrUm
Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído… Pocos minutos después, se arrepintió profundamente de sus palabras