Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído Solo unos minutos después, se arrepentiría profundamente de sus palabras.
Adrián estaba tan acostumbrado al hospital que los pasillos le resultaban familiares, aunque nunca reconfortantes. Cada visita lo dejaba agotado, irritable y más desconectado de su propia vida.
Siempre subía por las escaleras. No por salud, sino para evitar miradas compasivas y frases vacías de consuelo.
Ese día, llevaba un ramito de rosas blancas. Para la fachada. Carmen, su esposa, llevaba semanas en comano vería las flores, no las olería. Pero calmaban a los demás: médicos, familia. Él interpretaba su papelel del marido devoto.
Detrás de esa máscara, todo se desmoronaba. Los cuidados costaban un dineral. Los días pasaban, las facturas se acumulaban. Y Adrián, en silencio, ya no podía más.
En lo más profundo de su corazón, ya se había rendido. A veces, con culpa, se preguntaba: ¿y si Carmen no despertaba nunca? Él lo heredaría todo. Un pensamiento horrible y, al mismo tiempo, extrañamente liberador.
Aquella tarde, entró en la habitación, colocó las flores en un jarrón y le susurró algo.
Pero solo unos minutos después, lamentaría amargamente sus palabras. Esta es la razón:
“Carmen Nunca te quise como creías. Esto me está destrozando. Si te fueras todo sería más fácil.”
Lo que Adrián no sabía: a escasos centímetros bajo la cama, estaba Lucía, una joven voluntaria. Se había escondido allí para llorar a solasy acababa de escuchar una verdad devastadora.
Poco después, llegó el padre de Carmen, Salvador. Adrián volvió a ponerse la máscara, habló con dulzura, calmó los ánimos. Pero Salvador lo notó al instante: algo no cuadraba.
Lucía se enfrentó a un dilema: ¿hablar y arriesgarlo todo? ¿O callar y permitir que ocurriera algo peor?
Al final, habló:
“Deseó que muriera”, le confesó a Salvador.
El hombre se quedó petrificadopero no pareció sorprendido.
Al día siguiente, tomaron medidas: Adrián jamás volvería a estar solo con Carmen.
Cuando regresó, notó el cambio: miradas recelosas, gente siempre presente. Y una advertencia gélida de Salvador:
“Un paso en falso y lo pierdes todo.”
Adrián intentó mantener la compostura. Hasta el día en que Carmen se movió. Un temblor, un parpadeo Estaba volviendo.
Y entonces, todo cambió. Los recuerdos de ella, de su historia, de su risa lo inundaron. La vergüenza lo aplastó.
Se quedó. Día tras día. No por obligaciónsino porque realmente quería.
Y cuando, por fin, salió del hospital, Carmen le dijo en un susurro:
“Te quedaste. Gracias.”
Él respondió con la voz quebrada:
“Siento haber tardado tanto en entender lo que importa.”
Nadie sabía qué les depararía el futuro. Pero, en lugar de rencor, surgió algo auténtico entre ellos. Frágil. Verdadero. Una segunda oportunidad.