Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído Minutos después, se arrepintió amargamente de sus palabras.
Miguel había recorrido tantas veces los pasillos del hospital que ya le resultaban familiares, pero nunca reconfortantes. Cada visita lo dejaba exhausto, irritable y más distante de su propia vida.
Siempre tomaba las escaleras. No por salud, sino para evitar miradas compasivas y frases vacías.
Ese día llevaba un pequeño ramo de claveles blancos. Era pura fachada. Laura, su esposa, llevaba semanas en comano vería nada, no sentiría nada. Pero las flores calmaban a los demás: médicos, familiares. Él interpretaba su papelel del marido devoto.
Tras esa máscara, todo se desmoronaba. Los cuidados costaban una fortuna. Los días pasaban, las facturas se acumulaban. Y Miguel, en silencio, no podía más.
En lo más profundo de su ser, ya se había rendido. A veces, carcomido por la culpa, se preguntaba: ¿Y si Laura nunca despertaba? Él lo heredaría todo. Un pensamiento horrible y, al mismo tiempo, extrañamente liberador.
Ese día entró en la habitación, colocó las flores en un jarróny murmuró unas palabras.
Pero solo minutos después, lamentó profundamente lo que había dicho. Esta es la razón:
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Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído Minutos después, se arrepintió amargamente de sus palabras.
“Laura Nunca te quise como creías. Esto me está destrozando. Si te fueras todo sería más fácil.”
Lo que Miguel no sabía: a escasos centímetros bajo la cama, estaba Lucía, una joven voluntaria. Se había escondido allí para escapar de un momento de angustiay ahora escuchaba una verdad desgarradora.
Poco después, llegó Ramón, el padre de Laura. Miguel volvió a ponerse la máscara. Habló con dulzura, intentó calmarle. Pero Ramón sintió al instante que algo no encajaba.
Lucía se enfrentó a un dilema: ¿debía hablar y arriesgarlo todo? ¿O callar y permitir que ocurriera algo peor?
Finalmente, dijo la verdad:
“Deseó que muriera,” le confesó a Ramón.
El hombre se quedó heladopero no pareció sorprendido.
Al día siguiente, pusieron un plan en marcha: Miguel jamás volvería a estar a solas con Laura.
Cuando regresó, notó el cambio: miradas recelosas, presencia constante. Y una advertencia gélida de Ramón:
“Un solo error y lo perderás todo.”
Se inclinó sobre su esposa moribunda y le susurró algo al oído Minutos después, se arrepintió amargamente de sus palabras.
Miguel intentó mantener la compostura. Hasta el día en que Laura se movió. Un temblor, un aleteo de párpados Estaba volviendo.
Y entonces, todo cambió. Recuerdos de ella, de su historia, de su risa lo inundaron. La vergüenza lo consumió.
Se quedó. Día tras día. No por obligaciónsino porque realmente lo deseaba.
Y cuando por fin abandonaron el hospital, Laura susurró:
“Te quedaste. Gracias.”
Él respondió con voz quebrada:
“Siento haber tardado tanto en entender lo que de verdad importa.”
Nadie sabía qué les depararía el futuro. Pero en lugar de rencor, nació algo auténtico entre ellos. Frágil. Verdadero. Una segunda oportunidad.