Se ha reconstruido

Has roto mi espejo, así que serás mi deudora durante siete años susurró Ramiro, dueño de la galería ArteEspejo, inclinándose tan cerca que Begoña percibió el aroma a spray de menta que llevaba.
Los fragmentos de un lienzo veneciano tintineaban bajo sus pies, reflejando los focos del techo como cientos de diminutas explosiones fotográficas. Un puñado de polvo se alojó en su garganta: cualquier cosa se puede sobrevivir, menos el crujido del vidrio cuando sabes que el precio del marco equivale a un año de ingresos.

Lo pagaré exhaló ella.

¿Pagarás? ¿Con qué? ¿Con tus vitrinas torcidas? A partir de hoy trabajas sin cobrar hasta que saldes la deuda.

Hace quince años, la niña Begoña se sentaba en el taller de su abuelo, el maestro de espejos, atrapando reflejos en los retazos de amalgama. El abuelo le ofrecía nubes de malvavisco de manzana y le decía: «El vidrio guarda la verdad. A veces da miedo mirarlo, pero si no temes, te conocerás mejor». Cuando el abuelo falleció, su madre vendió el local; Begoña se marchó a la capital para estudiar diseño industrial y se ganaba la vida decorando escaparates. Allí la vio Ramiro: alto, galante, prometió una exposición personal a cambio de «unos bocetos».

Los primeros meses la llamó «musa del espacio», besó su mano cada vez que un proyecto resultaba. Después la criticó amistosamente: «Los brillos están demasiado fríos, ponles calor». Era incómodo, pero constructivo. En primavera el tono cambió: «¿Qué textura tienes si ni siquiera sabes medir tus propias dimensiones?». Seguidamente llegaron multas por «materiales estropeados». Begoña se repetía: «Es estricto porque puedo hacerlo mejor».

Aquel junio, mientras reorganizaba los podios de una nueva exposición, en la entrada se alzaba el tesoro de Ramiro: un espejo del siglo XVIII con un marco de filigrana en oro bruñido. Un centímetro, solo un centímetro, y el carro con el podio rozó el marco. Un chasquido, como disparo. Pausa. Lluvia de fragmentos.

¿Sabes que eso era lote para una subasta real? gritó Ramiro tan fuerte que ahogó la alarma.

Lo reemplazaré murmuró Begoña, recogiendo los pedazos en un cubo buscaré restauradores

Trescientos mil euros, si no lo sabías. O siete años de servidumbre. Elige.

En el sótano de la galería, sin señal de WiFi, Begoña imprimía instalaciones según sus bocetos: lámparaslentes, mesasprisma. Ramiro aceptaba el trabajo y ponía solo su nombre en las etiquetas. Por la noche, al llegar a casa, abría el portátil y pegaba fotos del espejo roto en un collage digital, buscando en el caos la línea donde las grietas formaran un rostro.

Una vez a la semana la visitaba Lidia, ceramista del taller contiguo.

¿Dónde te has metido? Silencio en el chat.

Cumpliendo la deuda desvió Begoña.

Lidia escudriñó sus hombros encorvados y sus manos gastadas.

¿Sabes cómo rompen el vidrio para que nazcan los vitrales? Lo calientan hasta el punto de arder y luego lo enfrían brutalmente.

Gracias por la metáfora sonrió Begoña.

Metáfora es metáfora, pero tengo montón de cerámica rota en el almacén. Si quieres, llévate. Fragmento a fragmento, nace algo nuevo.

En otoño llegó a la ciudad el curador del festival itinerante Ciudad Luz, Carlos Sanz. Buscaba autores para una actuación nocturna en la vieja estación. En la galería le mostraron los proyectos de Ramiro; Carlos asintió cortésmente, pero su mirada se detuvo en una cesta con vidrios rotos.

¿Quién trabajó con esto?

Residuos contestó Ramiro al instante a nadie le interesa.

Begoña alzó la cabeza:

A mí sí.

En la calle, Carlos se acercó a ella:

Muéstrame los bocetos que nadie ve.

Si hablo, me despiden.

Le entregó una tarjeta.

Entonces quedemos donde tu jefe no pueda encontrarnos. Mañana a las ocho, plataforma trece.

La plataforma estaba vacía, solo un reloj oxidado marcaba el tiempo bajo el techo. Begoña desplegó en la tableta un modelo 3D: una máscara gigante agrietada, dentro de la cual los espectadores caminaban por un laberinto de paredes de espejo. Los haces de los proyectores cruzaban los fragmentos, formando frases rotas: tus manos son torcidas, eres deudora, no vales nada. Cuanto más se acercan al centro, más se disuelven las palabras, hasta que la superficie queda limpia, reflejando solo los rostros de los visitantes.

Carlos guardó silencio y luego susurró:

No es una instalación. Es una revolución personal en 360 grados. Hagámosla.

No tengo presupuesto, ni materiales; todo lo roto pertenece a la galería.

Encontraremos materiales. Lo de los permisos tú decidirás cuánto estás dispuesta a arriesgar.

Las primeras semanas recogieron basura: espejos desechados de hoteles, cerámica rota de Lidia, marcos vacíos de mercadillos. De noche, Begoña tallaba vidrio en una fábrica abandonada, aprendía a lijar los bordes con papel de lija y a templar con el calor del secador. Lidia cocía piezas de cerámica tipo rompecabezas, para que los fragmentos quedaran firmes.

Una madrugada apareció Ramiro.

Se dice que andas en la estación construyendo algo que no se entiende. ¿Vas a robar mis espejos?

¿Los míos, los que yo rompí? Ya pagué entregó ella facturas: los últimos meses vivió a base de fideos instantáneos, pero cada anticipo lo remitía al restaurador que, a penas, remontaba el marco mosaico.

Sin mi marca nadie te conoce. Querías ser artista respondió él pero después del juicio por robo acabarás siendo una meme.

Pruébalo. A los jueces les encantan los espectáculos.

La noche de la apertura, la estación abandonada se iluminó con luz ultravioleta. Una fila se extendía a lo largo de los raíles, y en la entrada entregaban auricularesguía. Begoña metía las manos en los bolsillos, sus palmas temblaban.

Respira con calma, capitán susurró Lidia, dándole una palmada.

Dentro, el laberinto de espejos olía a polvo recién barrido y a colofonia. La gente caminaba con cautela, sintiendo que el reflejo podía morder. En las paredes aparecían palabras: polilla pálida, ratón gris, siete años de deuda. Begoña las había grabado en su grabadora mientras Ramiro gritaba en el sótano.

En el centro de la máscara había una plataforma circular. Nada más que un punto blanco de luz. El visitante, al salir del túnel de insultos, se veía entero: sin grietas, sin anotaciones. La música cedía al silencio.

Los aplausos surgieron despacio, como si la gente aprendiera otra vez a aplaudir. Desde la multitud emergió

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