—¡No me vengas con sermones! —La voz de Carmen sonaba aguda, plantada en medio del salón con los puños apretados—. ¡Treinta años a tu lado, treinta! ¿Y tú? Siempre mudo como un pez.
Víctor alzó lentamente la mirada del periódico. El cabello canoso revuelto, el rostro enrojecido por la ira. Sabía lo que venía: otra pelea.
—Carmen, cálmate. Hablemos con calma.
—¿Calma? —Alzó las manos—. ¿Cuándo fue la última vez que me preguntaste cómo estaba? ¿Qué sentía? ¡Contesta!
Dobló el diario, lo dejó sobre la mesa. Se acercó a la ventana. Tras el cristal, la llovizna otoñal empapaba los adoquines, las hojas del castaño caían una tras otra.
—Tienes razón —susurró—. Hablo poco.
—¿Poco? —casi ahogada por la indignación—. ¡No hablas conmigo! Llegas del trabajo, cenas en silencio, miras la televisión. Te hablo de la vecina Pilar, que su nieto entró en la universidad, y tú: «Ajá, bien». Digo que quiero ir a la huerta para recoger tomates, y tú: «Haz lo que quieras». ¿Soy persona o un maniquí?
Víctor se volvió. Las lágrimas anegaban los ojos de Carmen, pero ella las contenía con terquedad.
—Perdona —dijo él—. No pensé que te importara tanto.
—¡No pensabas! —Soltó una risa amarga—. ¿Qué piensas de mí, Vítor? ¿Tu cocinera? ¿Tu lavandera? ¿O solo costumbre, como esas zapatillas?
Intentó responder, pero Carmen ya giraba hacia la puerta.
—No contestes. Ya lo entiendo todo.
El portazo retumbó. Víctor se quedó solo en el salón, escuchando cómo su mujer golpeaba platos en la cocina. Luego, silencio.
Volvió al sillón, tomó el periódico, pero las letras se borraban. Carmen tenía razón: se había distanciado. ¿Cuándo empezó? ¿Tras la muerte de su madre? ¿O antes, cuando ascendió a jefe de obra y el trabajo lo consumió?
Recordó cuando se conocieron. Carmen trabajaba en una librería del centro; él entró buscando un manual de ingeniería. Su sonrisa era tan luminosa que olvidó qué buscaba. Permaneció allí hasta que ella preguntó: «¿Necesita ayuda?».
—Algo interesante —dijo él.
—¿Qué le gusta leer?
—De todo: técnicos, novelas policíacas, clásicos.
Carmen le tendió un libro de García Lorca: «Pruebe esto. Poemas de amor. Escrito con el alma».
Víctor lo compró, pero no leyó a Lorca: pensó en la chica de ojos dulces. Volvió al día siguiente.
—¿Le gustó?
—Mucho. ¿Qué más recomienda?
Así una semana, inventando excusas. Hasta que se atrevió a invitarla al cine:
—Estrían una comedia nueva —dijo—. ¿Le apetece?
Carmen rió:
—Pensé que nunca se atrevería.
Se casaron un año después. Recordaba su primer piso: un minúsculo estudio en las afueras. Ella colgaba cortinas; él clavaba estantes. Por las noches tomaban chocolate caliente y soñaban:
—Quiero dos hijos —decía Carmen—. Niña y niño.
—Y una casa con jardín —respondía Víctor—. Para tus flores y mi taller.
—Que nunca discutamos —añadía ella.
—Jamás —aseguraba él, besándole la frente.
Pero los hijos no llegaron. Los médicos encogían hombros: «Cosas de la vida». Carmen lloró en la osc
Y con un nudo de emoción en la garganta, prometieron en voz baja honrar cada mañana como un regalo, jurando nunca más permitir que el silencio robara la música de su complicidad.