Aquella mañana, el silencio era más denso que de costumbre. María se plantó en medio de la estancia, puños crispados, voz cortante como navaja. “¡Ni se te ocurra sermonearme aquí!” Su rostro, encendido por la ira, contrastaba con las canas rebeldes. “¡Treinta años a tu lado, Vicente! ¿Y tú? ¡Más mudo que un pez en la fuente!”
Vicente apartó suavemente la *Gaceta de Madrid*. Alzó la vista, fatigada, hacia su mujer. “María, por favor. Tranquilízate. Hablemos con calma.” Sabía lo que se avecinaba.
“¿Calma?” Soltó una risa amarga, gesto amplio con las manos. “¿Cuándo fue la última vez que conversaste *con calma*? ¿Que te interesó mi día o lo que llevo dentro? ¡Contesta, maldita sea!”
Él dobló el periódico con esmero. Se levantó, acercándose a la ventana. Afuera, llovizna otoñal de octubre mojaba Sevilla; hojas doradas de un naranjo caían una tras otra. “Tienes razón,” confesó en voz baja. “Hablo poco, es cierto.”
“¡Poco?” María tragó saliva, furiosa. “¡Es como hablarle a la pared! Llegas del astillero, cenas en silencio, pegado al susodicho televisor. Te cuento que la vecina Lola ya tiene al nieto en Salamanca, y tú… ‘hm, bien’. Digo que quiero ir a la huerta a por tomates, y… ‘haz lo que quieras’. ¿Soy tu mujer o un mueble?”
Vicente la miró. Lágrimas asomaban en los ojos de María, pero las contenía con terquedad. “Perdona… No pensé que… te importase tanto.”
“¡No pensaste!” Rió con desdén, un sonido hueco. “¿Vicente? ¿Qué piensas *de mí*? ¿Soy tu cocinera? ¿Tu costurera? ¿O solo vieja costumbre, como esas zapatillas raídas?”
Iba a responder, pero ella ya giraba hacia la puerta. “Sabe qué? No contestes. Ya está todo claro.”
El portazo resonó. Vicente quedó solo en el salón. Escuchó los pasos airados en la cocina, el golpeteo furioso de platos. Luego, silencio absoluto.
Volvió al sillón, tomó la *Gaceta*, pero las letras bailaban. Ella tenía razón, se había distanciado. ¿Cuándo empezó? ¿Tras el fallecimiento de su madre? ¿O antes, cuando ascendió a capataz y el trabajo lo engulló?
Recordó su encuentro. María, entonces menuda dependienta en una librería sevillana de la calle Sierpes; él entró buscando un tratado de mecánica naval. Su sonrisa fue tan luminosa que olvidó su propósito. La observó largo rato hasta que ella preguntó: “¿Busca algo especial, caballero?”
“Algo… interesante,” balbuceó él. “¿Qué me sugiere?”
“¿Qué géneros le agradan?”
“De todo. Técnicos, novelas de intriga, clásicos…”
Ella le tendió un ejemplar de Juan Ramón Jiménez. “Pruebe esto. Poesía del alma. Es maravillosa.”
Compró el libro, pero no leyó versos; soñó con aquellos ojos bondadosos. Volvió al día siguiente.
“¿Le gustó?” inquirió María.
“Mucho. ¿Algo más que recomiende?”
Así una semana. Compraba tomos e inventaba preguntas. Hasta que reunió coraje: “Estrenan una película de Berlanga en el Lope de Vega… ¿le apetece verla?”
María sonrió, astuta. “Pensé que nunca se animaría.”
Se casaron un año después. Vicente recordaba su primer piso, una alcoba minúscula en Triana. María colgaba cortinas; él clavaba estantes. En las tardes, tomaban chocolate en la cocina, planeando el porvenir.
“Quiero dos hijos,” decía ella. “Niño y niña.”
“Yo sueño con una casa con patio,” respondía él. “Tú con tus geranios, yo arreglando la moto al fondo.”
“Y que nunca riñamos,” añadía María.
“Nunca,” susurraba él, besándole la frente.
Pero no llegaron los hijos. Los médicos encogían hombros: “Cosas de la vida, ánimo, vivan para ustedes”. María sollozaba en la oscuridad, creyéndole sordo. Él escuchaba y no hallaba palabras. Poco a poco dejaron de mencionarlo. Y de hablar, en general.
Vicente ascendió; María encontró empleo en la biblioteca del colegio. Compraron un piso con tres habitaciones, luego una casita con huerta en Alcalá de Guadaíra. María cuidaba sus geranios; él enmendaba la moto en el cobertizo. Pero las palabras menguaban.
Ahora, en el salón vacío, Vicente comprendió la culpa compartida. Él se encerró; ella no osó romper su mutismo. Fruto amargo tras treinta años: extraño en su propia casa.
Al alba, María fue gélida. Sirvió el desayuno en silencio; respuestas monosilábicas. Él intentó tender puentes.
“Mari, ¿vamos a la huerta este sábado? Ayudo con las plantas.”
“Gracias, no,” cortante. “Ya lo hago.”
“¿El teatro, quizás? Dicen que han hecho una obra nueva en el Cervantes.”
“Tengo asuntos.”
Vicente claudicó. En el astillero, solo pensó en ella, en su familia quebrada. Volvió a casa al atardecer con un ramo de claveles —sus preferidos—. Abrió con su llave. “¡Mari, estoy aquí!” llamó.
Silencio. En el salón, un papel sobre la mesa. Reconoció su letra; un puñal en el pecho.
*Querido Vicente: Me voy con mi hermana Rosa
Y entre el aroma del café recién hecho y la luz dorada del sol mañanero que entraba por la ventana, Victor y Marina comprendieron, mientras sus manos se encontraban sobre el mantel, que el silencio de ayer solo había servido para hacer más valiosas cada una de las palabras que ahora compartirían en cada amanecer, renovando la promesa de siempre escucharse.