Se fue y nosotros comenzamos a reconstruir nuestras vidas sin él

**15 de septiembre, 2024**

Todo empezó un anochecer como cualquier otro. Los niños correteaban por la cocina, la cena se enfriaba en la olla y el baño ya estaba caliente, como siempre, todo preparado para él. Mi marido llegó, se sentó a la mesa, comió en silencio y luego se fue a bañarse. Pensé que era un día normal. Pero al salir, con una voz fría y distante, me soltó:

—No me valoras. Ya no tengo nada que hacer aquí. Me voy.

Recogió sus cosas con calma, metódicamente. Se llevó el portátil, los documentos, hasta su taza favorita. Se marchó a casa de su madre. Así, sin más. Sin lágrimas, sin gritos, sin explicaciones.

Me quedé en el recibidor, apoyada en el marco de la puerta, escuchando cómo se cerraba tras él. Y, ¿saben qué? No me desplomé, no lloré desconsolada, no sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No. Sentí… alivio.

La noche fue sorprendentemente tranquila. Sin ronquidos desde la otra almohada, sin quejas por el ruido de los niños o porque la cena no era como él quería. Al amanecer, me levanté como si hubiera renacido. Los niños ya estaban despiertos, preparé el desayuno, comimos juntos y salieron al patio a jugar. Yo me quedé allí—sola, pero no vacía.

Hacía poco habíamos terminado de reformar la casa, solo faltaban detalles. Decidí ocuparme de las cortinas. Agarré el taladro, los tornillos, los tacos—herramientas que antes ni tocaba. El maldito palo no se sujetaba, se caía una y otra vez. Pero lo conseguí. Las cortinas quedaron colgadas—azules, ligeras, con flores, como un telón que anunciaba una nueva etapa.

Después, preparé tres litros de mermelada de manzana y varias botellas de zumo de tomate. Mientras los tarros se enfriaban en el alféizar, me pregunté: ¿habré hecho algo mal? ¿Le habré fallado, no habré dicho lo suficiente, no habré amado como debía? Pero cuanto más lo pensaba, más clara veía la verdad: no. Él ya no estaba con nosotros. Su cuerpo aquí, su alma en otra parte.

Salí al patio, agarré la pintura y la escalera—pesada, antigua, de esas que parecen de posguerra. La arrastré hasta la pared, el miedo a las alturas luchando contra mi determinación. Pero subí. Y pinté. La casa cobró vida. Y yo respiré. Y, aunque suene absurdo, en ese momento supe: puedo con todo. Yo sola lo haré.

La noche trajo silencio. Los niños dormían, yo estaba en la cocina con una taza de té, sin ansiedad por primera vez en meses. ¿Traerlo de vuelta? ¿Para qué? Él se fue por su voluntad. Eligió a su madre, su libertad, su ilusión. Que mi suegra se ocupe ahora de su «angelito», como siempre lo llamaba. Pronto descubrirá que esas alas están peladas y la aureola, oxidada.

Nosotros, en cambio, estaremos bien. Me ocuparé del huerto, de la casa, de los niños. Seré más fuerte. Ya lo soy. No porque quiera, sino porque no puedo permitirme ser débil. Ahora soy madre y padre a la vez. Y no pasa nada. No es la primera vez.

Ya empiezo a pensar en el divorcio. No veo sentido en alargar esto. Él se fue—no de visita, no por trabajo, sino de la familia. Es su decisión. Nosotros, los niños y yo, tomaremos la nuestra. Empezaremos de cero. Sin él. Y, paso a paso, construiremos una vida. Auténtica. Libre. Honesta. Nuestra.

**Lección de hoy:** A veces, lo que parece el final es solo el comienzo de algo mejor. Y la fuerza que no sabías que tenías sale a la luz cuando no queda otra opción que usarla.

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Se fue y nosotros comenzamos a reconstruir nuestras vidas sin él