Se fue sin más… Y ella había vivido por él.
Llevaban siete años juntos. Siete largos años de esfuerzo, donde Lucía intentó ser perfecta. Todo como en los manuales: limpieza, cuidados, atenciones, concesiones. Estudió cada faceta del papel de “esposa ejemplar” — para ser imprescindible, necesaria, amada. Tenía tanto miedo de quedarse sola otra vez que, sin darse cuenta, empezó a perderse a sí misma.
Y aún así, él se marchó.
No fue en un arranque. No fue durante una pelea. Simplemente, un día, con voz serena y fría, hizo la maleta y dijo:
—Lucía, amo a otra. Me voy.
Ella asintió. Se levantó. Sacó la maleta con calma. Colocó dentro sus camisas, su ropa interior, dobló las corbatas con precisión. Revisó que no olvidara el cargador del móvil. Musitó:
—Llévate también la maquinilla de afeitar, la necesitarás.
Solo cuando la puerta se cerró tras él, el dolor la atravesó como un cuchillo. Se deslizó contra la pared del recibidor y rompió a llorar. No por la pérdida, sino porque, una vez más, no había funcionado. Porque su “perfección” no la había salvado.
Sofía, su amiga, fue la primera en llegar. Lucía estaba sentada, vacía, mirando al infinito. Sofía intentó sacudirla —inútil. Poco a poco, llegaron las demás: un desfile femenino de apoyo. Unas con empanadas, otras con vino, algunas solo con abrazos.
—¡Lo hiciste todo por él! —gritó Carla.
—¡No merecía ni tu sombra! —insistió Elena.
Lucía callaba. Las palabras se hundían en su vacío.
Entonces habló Marta. La misma Marta que siempre soltaba la verdad sin filtros, sin pelos en la lengua.
—Deja de lamentarte —dijo con firmeza—. Volverá. El primero siempre vuelve. No hay más mujeres así, tan cómodas, tan sumisas, tan pacientes. Cuando se canse de jugar, vendrá arrastrándose. La pregunta es: ¿tú querrás recibirlo?
Las demás refunfuñaron, criticando la crudeza de Marta. Pero Lucía, en un susurro, soltó:
—Que se vaya a la mierda…
Y en ese susurro no había rencor. Había la primera chispa de algo nuevo. Las mujeres son sabias. Saben perdonar, aguantar, esperar. Pero cuando las traicionan, aprenden a levantarse. A sonreír entre lágrimas. A empezar de cero.
Porque ya no son de nadie. Ahora son suyas.