Se fue por cansancio de ser la “esposa incómoda

**Se marchó porque estaba cansada de ser la esposa “incómoda”**

—Catalina, ¿puedo hablarte un momento? —suspiró Ignacio mientras su esposa iba y venía entre la cocina, la barra y el comedor, preparando ensaladas y entremeses para la llegada de sus invitados.

—Claro, Ignacio, ¿qué ocurre? —se volvió ella, secándose las manos en el delantal.

—Otra vez con el “Ignacio”… Te he pedido que no deformes el nombre, suena fatal. Y esas «o» y esas «e»… En serio, me lastiman los oídos. Tú creciste en un pueblo, quizás allí hablen así, pero aquí no.

—Y nunca lo he negado. Así hablamos donde me crié. Unos hablan de una manera, otros de otra. ¿Acaso «Nacho» es peor que «Cata»?

—No lo entiendes. No quiero que esta noche te sientes con nosotros. Es una reunión importante, mis amigos son gente seria. Tú, perdóname, pero no estás a su nivel…

Catalina se quedó inmóvil. El corazón se le heló.

—¿Y en qué no estoy a su nivel? ¿El esmalte de uñas no es el correcto? ¿Soy demasiado sencilla para hablar de finanzas y proyectos? Tus amigas Lucía, Marta, incluso Raquel y Nuria, no son expertas en negocios. Nosotras nos reímos de memes y mostramos fotos de los niños. ¿Cuál es el problema?

—No lo captas. Ellas vienen de buenas familias. Pero tú… —Ignacio dudó—. Me da vergüenza delante de ellos.

—¿Vergüenza? ¿Te daba vergüenza cuando te acompañaba a los médicos? ¿Cuando volvíamos del pueblo con el maletero lleno de conservas que hacían mis padres? ¿Y ahora, para recibir invitados, ya no encajo? —Se quitó el delantal de golpe y se dirigió al dormitorio.

—Cata, espera, no te enfades… —empezó él, pero la puerta ya se había cerrado.

Ignoraba que Catalina había escuchado cada palabra. Al oírlo salir, se sentó en la cama y se tapó el rostro con las manos. La rabia y el dolor se anudaban en su garganta. Cuántas veces le habían advertido: «Una chica de pueblo como tú no está a la altura de un triunfador de la ciudad». Pero ella había creído. En su amor. En su bondad. Y hasta ahora, nunca había tenido motivos para dudar.

Se conocieron en el último año de universidad. Ella estudiaba biblioteconomía; él, economía. Él era callado, retraído, algo torpe. Las chicas se burlaban de él a sus espaldas. Pero a Catalina le daba pena; no soportaba la crítica sin motivo.

Más tarde, en la biblioteca, coincidieron un par de veces. Él tartamudeaba, se ponía nervioso, y ella, con calma y dulzura, le aconsejó: «Respira hondo y habla despacio». Así comenzó todo. Después, llegaron las citas, las largas conversaciones, el apoyo mutuo. Él floreció a su lado. Dos años después, se casaron, con la bendición incluso de los parientes más escépticos.

¿Y ahora esto?

—¿O sea que cuando eras un don nadie, yo era importante, pero ahora que eres «alguien», me he vuelto un estorbo? —pensó con amargura mientras sacaba la maleta.

Llamó a su hermana y le contó la situación. Inmediatamente le ofreció alojarse en su casa. El marido y los sobrinos estaban encantados.

—¿Qué harás ahora? —preguntó su hermana.

—Volveré con mis padres. Hay una plaza libre en la biblioteca del pueblo. Alquilaré un piso pequeño. Las cosas las mandaré después. Lo importante es irme.

El teléfono sonó. En la pantalla, el nombre de Ignacio.

—¡¿Dónde te has metido?! ¡Los invitados llegan en dos horas y no hay cena ni nadie en casa!

—Cariño, si soy demasiado sencilla para sentarme a la mesa con tus «elegidos», supongo que alguien más refinado debería cocinarles. Así que resuélvelo tú. Me voy.

—¡Catalina, ¿has perdido el juicio?!

—No. Me voy de TU vida. Mañana presentaré los papeles del divorcio.

Colgó sin esperar respuesta y, sin perder tiempo, entró en las redes sociales. Escribió un mensaje breve pero honesto, contando cómo en una noche había pasado de ser una esposa amada a «la vergüenza de la familia».

Las primeras en reaccionar fueron las mujeres de sus amigos. Todas apoyaron a Catalina. Y entonces comenzó el aluvión. Hasta los propios amigos escribieron: «No me esperaba esto de Ignacio». Él, furioso, le mandó un mensaje: «Por tu culpa me he peleado con todos».

¿Acaso creía que sus palabras no herirían a nadie? ¿Que las esposas de sus amigos, criadas en pueblos igual que ella, no se verían reflejadas en esa «sencillez» que menospreciaba?

—¿Lo has hecho a propósito? ¿Querías arruinarme?

—Tú mismo te has arruinado cuando decidiste que no merecía estar a tu lado. Cuando dejaste de respetarme. ¿Sabes qué, Ignacio? No me conocías en absoluto.

—¿Y quién va a querer a alguien como tú?

—¿Entonces por qué le pediste al juez un plazo para la reconciliación?

Calló y apartó la mirada.

—Es una pena que hayas destruido nuestra familia por una tontería.

—Si llamas «tontería» al desprecio, o eres un tirano o un necio. Y con ninguno de los dos quiero nada.

Catalina caminaba hacia la casa de su hermana. Su padre ya le había prometido ayuda con el piso. Tendría trabajo. Y el amor… el amor llegaría. Lo importante era recordar que la gratitud y el respeto valen tanto como los sentimientos.

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Se fue por cansancio de ser la “esposa incómoda