Se fue, pero ella solo sonrió.

Diego caminaba de un lado a otro en la cocina de aquella casona antigua de Segovia, con los ojos inquietos y el pecho ardiendo. Llevaba años encerrado en aquel silencio que parecía empañar incluso los muros, como una niebla que no se disipaba nunca. Llena de manchas de aceite adornaban la mesa de roble, testimonio del desgaste constante de un matrimonio que se había desgastado sin descanso.

—¿Qué crees que soy? —gruñó al fin, atragantándose con un aliento que parecía no encontrar salida—. ¡Un fantasma! Un capullo invisible.

Lucía no se volvió. Estaba sentada junto a la estufa, preparando una sopa de ajo que olía a nostalgia y a cidra dulce. La luz de la vela parpadeaba sobre sus manos, proyectando sombras que bailaban en las paredes como si fueran actores de una obra olvidada. Su voz fue un susurro velado:
—Alguna vez eras otro.

El eco de sus palabras se desvaneció entre el viento que entraba por el toldo desgastado. Diego apoyó los codos en la mesa, hundiendo su rostro entre las manos. La tristeza era un vendaval que le tapaba la boca.

—Yo intento… No sé, ¿ustedes lo llaman «vida»? —murmuró, mientras las palabras vibraban entre los dedos—. Hemos estado aquí, en este infierno de silencios, durante tanto tiempo…

Lucía removió lentamente su cucharilla, como si estuviese dibujando círculos invisibles en el tiempo. La llama de la vela se apagó de repente. En la oscuridad, su voz sonó más leve:
—Odio eso. Odio sentirme como si fuese… ajena a mi propia piel.

La frase flotó en el aire, pesada como el plomo, hasta que Diego la rompió con un gruñido apenas perceptible. La leve melodía de la lluvia que caía en el patio de la casa se entrelazó con sus pensamientos. Ese silencio ya no tenía dueño. El había decidido abandonarlo, como si fuera un paraguas viejo que ya no lo mantenía seco bajo la tormenta.

—Anoche soñé que… —comenzó, pero Lucía lo interrumpió con una mirada. No gritaba, no lloraba, sino que se había sumergido en un estado poético que no era de tristeza, sino de soledad elegida. De pronto, un brillo extraño iluminó sus ojos verdes, como si del interior de su alma hubiese emergido un cuco dorado—. Eres libre.

Las palabras cayeron como hojas secas sobre la mesa, suaves y frívolas. Diego no entendió. El mensaje no era una venganza, ni un adiós cruel; era la narración de un corazón que había decidido no morir, sino reescribirse. Él ya no era el protagonista de una historia condenada a repetirse como un eco. Ella, con paso ligero, caminaba ahora hacia una sinfonía aún inaudible.

—El me abrazaba con su ronquido, la cama olía a canela y almendras tostadas —dijo ella, sin dejar de mover la cuchara—. Dejé de preguntarle de qué color sería nuestro mañana. Me cansé de mirar dentro de un espejo que solo me mostraba lo que no era.

Diego miró alrededor y notó que todo se había transmutado. El viento aullaba con fuerza, las cortinas ondeaban como alas de mariposa y la sopa olía a menta y pescado fresco. Lejos, en las montañas cercanas, el viento mecía los olivares y los vinos añejos en las bodegas silenciosas. Su mundo se derramaba como un gotero de tinta en un lienzo blanco, sinuosamente, sin hacer ruido.

—Voy a marcharme —dijo al fin, con la voz adormecida—. No sé adónde, pero allí no puede haber una sopa de ajo ni un recipiente de olivas negras.

—¿Y qué le dirás a tu madre? —preguntó Lucía, levantando la vista con una sonrisa enfermiza—. Aquella que siempre te decía que el amor era un cultivo eterno, sin pruebas ni fallas.

—Ya no sé contarle. —Diego no entendía el eco de sus palabras—. Si no he sido capaz de cultivar algo conmigo mismo, ¿cómo pretendía hacerlo con ella?

La cocina se desdibujó como una pintura al óleo bajo la lluvia. Lucía sonrió una vez más, esta vez con la dulzura de una madrugada soleada en Andalucía. Salió al jardín, ondeando el vestido de algodón fino, y se quedó allí bajo la lluvia, mientras las gotas dibujaban un río que fluía entre sus dedos. Diego cerró la puerta con suavidad, como si no existiese.

Diego regresó dos días después con una caja llena de papeles, fotografías en blanco y negro y un recuerdo que no necesitaba decirse en voz alta. La casa estaba vacía, pero no silenciosa. Las cortinas ondeaban suavemente alrededor de la estufa, como si estuvieran susurrando secretos al viento. La sopa de ajo aún se mezclaba con la música sutil de un piano imaginario.

—Ya no está —le dijo una voz madura que sonaba como la de su hermana—. No te preocupes por el ruido. Ella se ha ido, pero esto no. Esta casa sigue viva.

Diego miró alrededor. Las paredes eran de mármol, el suelo de azulejos azules, y todo parecía cubierto por una capa de polvo blanco, como si estuviera cubierto por nieve. No sabía si era el eco de sus palabras o la visión de sus ojos… Solo sabía que había un cambio en el ambiente, tan sutil como el crecimiento de una flor nocturna. Cuando abrió las jefes, el aire fresco lo envolvió como una caricia, y las farolas de la plaza se encendieron una por una, apuntando hacia un océano de hojas doradas que ya no existía.

Y así, la casa quedó con su nuevo dueño, aquel que había decidido mudarse sin saber adónde, y se convirtió en un refugio para aquellos que buscaban ver el mundo con nuevos ojos. El jardín, que alguna vez perteneció a alguien más, se transformó en un lugar apartado donde las mariposas nacían y morían sin dejar rastro.

Mientras tanto, Lucía caminaba por las calles del centro, con la viajera llena de sueños. Cantaba villancicos de su infancia, aunque el invierno ya había llegado. En su cara, aquel sonrisa que había aprendido a ser suya, sin miedo al eco del tiempo.

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MagistrUm
Se fue, pero ella solo sonrió.