Siempre temí el divorcio. La sola idea de que mi matrimonio pudiera desmoronarse me parecía una pesadilla lejana, algo que jamás tocaría mi vida. Creía, con toda el alma, que él y yo estábamos bien, que éramos esa pareja indestructible, capaz de vencer al tiempo, a la rutina, a las dificultades. Teníamos una hija preciosa, Lucía; yo dirigía mi propio estudio de arquitectura en Sevilla, y él trabajaba como enfermero en una clínica privada. Vivíamos con calma, con orden, y yo —ingenuamente— pensaba que éramos felices.
Hasta que todo cambió.
Al principio, creí que solo era una mala racha. Adrián llegaba cada vez más tarde, justificándose con su agotamiento, con turnos interminables. Se molestaba por tonterías, rechazaba pasear conmigo, dejaba mis palabras flotando en el aire. Y cuando, entre lágrimas, le pregunté qué nos pasaba, solo soltó, hastiado: «Estoy cansado. Hasta en casa me agobias. Deja de aferrarte».
Callé. Me volví discreta, salía sola al anochecer, cenaba en silencio. Él se marchaba al amanecer y regresaba pasada la medianoche. Como un extraño.
Mi corazón intuía la verdad: no estaba solo. Pero ahuyentaba esos pensamientos. Hasta que un día escuché la conversación que lo dejó todo claro.
Acababa de entrar de mi paseo cuando oí su voz en el dormitorio:
—Cariño, lo haré. Te lo juro, dejaré a esa mujer. Solo dame un poco más de tiempo. No te enfades, Lola… por favor, no cuelgues…
Me quedé helada. Entré en la cocina y rompí a llorar. Todo estalló dentro de mí. Él no se defendió. No dio explicaciones. Solo empacó en silencio y se fue. Con ella. Con su «amor» nuevo.
Y yo me quedé. En un piso vacío, con fotos en las paredes que ya no éramos nosotros. Los meses pasaron como siglos. No podía comer, ni dormir, ni trabajar. Ni siquiera Lucía, por mucho que intentaba animarme, llenaba aquel vacío. A veces, algún cliente me invitaba a un café tras las reuniones, me halagaba… yo sonreía y declinaba. Creía que jamás volvería a amar.
Hasta que llegó él: Javier. Un hombre sereno, cincuentón, seguro de sí mismo, de voz suave y mirada atenta. Encargó un proyecto para su nueva oficina. Y no supe negarme. Ni al trabajo, ni a las conversaciones. Y luego… ni a las cenas, ni a los paseos, ni a sus manos en las mías.
Cuando terminamos el proyecto, me invitó a la inauguración. Fue una velada de música, risas y vino ligero. Nos quedamos hasta tarde… Y al amanecer, desperté entre sus brazos. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí dolor. Me sentí deseada. Yo misma, sin máscaras, sin «deberes».
No era solo un hombre. Fue mi sostén, mi aire. Con él, volví a respirar.
Y unos días después, me encontré con Adrián. Esperaba en la puerta de mi casa. Igual que antes. Solo que ahora había una sombra de duda en sus ojos.
—Perdona, Carmen. Fui un idiota. Lola… no era más que una niña caprichosa. Creí que necesitaba otra vida, pero eras tú todo lo que tenía de verdad.
Lo miré en silencio. Sin rabia, sin dolor. Solo cansancio. Porque ahora sabía: la felicidad no está en recuperar lo perdido, sino en encontrarse a una misma.
—Adrián, llegas tarde. Ya hay alguien que me hace feliz.
Se fue. Solo. Y supe que ahora era él quien temía al vacío. Como lo temí yo.
Pronto, Javier y yo nos casaremos. Después, viajaremos a ese lugar con el que soñé de joven pero nunca me atreví a visitar. Ahora tengo valor. Y tengo amor.
A veces, la vida nos rompe para darnos otra oportunidad. No con quienes nos traicionaron, sino con quienes nos eligen… sin ni siquiera conocer nuestras cicatrices.