Él se fue con su amante. Y doce años después regresó para pronunciar solo unas pocas palabras…
Nos casamos con Sergio justo después de la universidad. Parecía que nada podía separarnos: juventud, sueños, planes compartidos y un amor que entonces creíamos eterno. Le di dos hijos, Andrés y Maxi. Ahora son adultos, cada uno con su familia, sus hijos, sus preocupaciones. Pero cuando eran pequeños, vivía solo para ellos. Por una familia que se resquebrajaba en silencio, aunque yo fingiera no verlo.
Sergio empezó a cambiar desde entonces. Primero, inocentes coqueteos, miradas perdidas hacia jóvenes dependientas y desconocidas. Luego, el teléfono que empezó a llevarse al baño y apagar por las noches. Lo sabía, pero callaba. Me decía que por los hijos había que aguantar. Que cualquier hombre podía tropezar. Que esto pasaría.
Pero no pasó.
Cuando los hijos crecieron y volaron solos, la casa se vació. Y entonces supe: entre Sergio y yo no quedaba nada, solo recuerdos. Ya no podía mentirme diciendo que todo era por la familia. Y cuando otra mujer apareció en su vida—más joven, más brillante, más libre—, él simplemente hizo las maletas y se fue. Sin dramas, sin explicaciones. Solo el portazo. Y después, el silencio.
No lo retuve. Me senté en la cocina y miré el té frío durante horas. La vida se partió en un “antes” y un “después”. El “antes” eran 28 años de matrimonio, viajes al sur, noches en la habitación de los niños enfermos, la reforma de la cocina y las peleas por el mando. El “después” era solo vacío.
Me acostumbré. Aprendí a estar sola. Viví tranquila, sin rencores, sin gritos, sin miedo a encontrar labios ajenos en su móvil. A veces le echaba de menos. A veces recordaba cómo tomaba el café de las mañanas y se quejaba porque compraba “la nata equivocada”. Pero cada vez más, sentía paz. El presente—aunque solitario—era más ligero que el pasado, donde nunca era suficiente.
Sergio desapareció por completo. No llamaba, no escribía. Solo aparecía en las conversaciones con los niños. Ellos lo visitaban, pero casi no hablaban de él conmigo. Como líneas paralelas, vivimos en la misma ciudad sin cruzarnos ni una vez. Doce años.
Y luego, volvió.
Era una tarde cualquiera. Iba a preparar la cena. De repente, alguien llamó a la puerta. Abrí… y apenas lo reconocí. Sergio parecía otro: hombros encorvados, mirada apagada, una inseguridad ajena en su postura. Envejeció. Le salieron canas. Estaba más delgado. Y allí estaba, callado, como si ni él supiera por qué había vuelto.
—¿Puedo pasar? —dijo al fin. La voz era la misma, pero cargada de un dolor que me hizo temblar los dedos en el pomo.
Lo dejé entrar. Callamos. Las palabras no fluían. Había demasiadas y ninguna servía. Le serví té. Él giraba la taza entre las manos. Hasta que al fin suspiró:
—No tengo casa. Ella y yo… no funcionó. Me fui. Ahora vivo como puedo. La salud ya no es la de antes. Todo se torció…
Lo escuché. Y no supe qué sentir.
—Perdóname —murmuró—. Cometí un error. Fuiste la única. Lo entendí demasiado tarde. Quizá… ¿podríamos intentarlo de nuevo? Aunque sea intentarlo…
Un peso me oprimió el pecho. Frente a mí estaba el hombre con quien compartí media vida. El padre de mis hijos. El primer y único hombre que amé. Soñamos con una casita en la costa, discutimos por los adornos del salón, sobrevivimos a la hipoteca y a la graduación de Andrés.
Pero estuvo doce años en silencio. No felicitó mis cumpleaños. No preguntó cómo estaba. Y ahora volvía… porque no le quedaba adónde ir. Porque estaba solo.
No le respondí de inmediato. Solo dije:
—Necesito pensar.
Han pasado días. No ha vuelto. No ha llamado. Y yo… sigo pensando. Sopesando. Repasando los recuerdos. Escucho a mi corazón, roto pero vivo. Y sigue callado.
No sé si lo perdonaré. No sé si quiero volver a empezar. Pero sé una cosa: el amor no siempre cura. A veces es una cicatriz. Y antes de abrir una puerta vieja, hay que estar segura de que detrás no está el mismo dolor, del que una vez escapaste.







