Se fue con otra. Doce años después, regresó y solo dijo unas palabras…

**Diario Personal**

Se fue con otra. Doce años después, volvió y solo dijo unas palabras

Me casé con Sergio justo después de la universidad. En aquel entonces, parecía que nada podía separarnos: juventud, sueños, planes en común y un amor que por entonces creía eterno. Tuve dos hijos con él, Daniel y Adrián. Ahora son adultos, cada uno con su familia, hijos, responsabilidades. Pero cuando eran pequeños, vivía por ellos. Por esa familia que, por dentro, ya se desmoronaba, aunque me empeñaba en fingir que no lo veía.

Sergio empezó a cambiar en aquella época. Primero, miradas discretas a las jóvenes cajeras del supermercado o a mujeres por la calle. Después, el móvil que se llevaba al baño y apagaba por la noche. Lo sabía, pero callaba. Me decía que, por los niños, tenía que aguantar. Que cualquier hombre podía tropezar. Que esto pasaría.

Pero no pasó.

Cuando los niños crecieron y se marcharon, la casa quedó vacía. Y entonces lo entendí: entre Sergio y yo solo quedaban recuerdos. Ya no podía mentirme diciendo que todo era por la familia. Y cuando apareció otra mujer en su vidamás joven, más guapa, más libreél simplemente cogió sus cosas y se fue. Sin gritos, sin explicaciones. Solo el portazo. Y después, el silencio.

No lo detuve. Me senté en la cocina y miré el té que se enfriaba. La vida se dividió en un “antes” y un “después”. En el “antes”, había veintiocho años de matrimonio, vacaciones en Mallorca, noches en la habitación de los niños cuando enfermaban, reformas en la cocina y discusiones por el mando de la tele. En el “después”, solo quedó un vacío.

Poco a poco, me acostumbré. Aprendí a estar sola. Vivía en paz: sin rencores, sin peleas, sin miedo a encontrar mensajes de otra en su móvil. A veces lo echaba de menos. A veces lo recordaba bebiendo el café de la mañana y quejándose porque compraba “el yogur equivocado”. Pero, con el tiempo, empecé a extrañar más la tranquilidad que el pasado, donde nunca era suficiente.

Sergio desapareció por completo de mi vida. Ni una llamada, ni un mensaje. Solo aparecía en las conversaciones con los hijos. Ellos lo visitaban, pero rara vez me hablaban de él. Éramos como dos líneas paralelas viviendo en la misma ciudad, sin cruzarnos nunca. Doce años.

Y entonces, apareció.

Era un día normal. Estaba preparando la cena cuando sonó el timbre. Abrí la puerta y apenas reconocí al hombre que estaba frente a mí. Sergio parecía otro: hombros caídos, mirada apagada, una vacilación extraña en su postura. Había envejecido. El pelo ahora entrecano. Más delgado. Y allí estaba, en silencio, como si ni siquiera supiera por qué había venido.

¿Puedo pasar? dijo al fin. La voz era la misma. Pero había una pena tan honda que me temblaron los dedos en el pomo.

Lo dejé entrar. Nos quedamos callados. Las palabras no salían. Había demasiado que deciry nada que sirviera. Le preparé un té. Él giraba la taza entre las manos. Luego, suspiró:

No tengo casa. Aquella mujer No funcionó. Me fui. Ahora vivo donde puedo. La salud ya no es la misma. Todo se vino abajo

Lo escuché. Y no supe qué responder.

Perdóname susurró. Cometí un error. Tú siempre fuiste la única. Solo lo entendí demasiado tarde. Quizá ¿deberíamos intentarlo otra vez? Aunque solo fuera para ver

Me dolía el pecho. Allí estaba un hombre con el que había compartido media vida. El padre de mis hijos. El primero y, en el fondo, el único hombre que había amado. Soñamos con una casita en Andalucía, discutimos por el color de las paredes del salón, pasamos por la hipoteca y la graduación de Daniel.

Pero él guardó silencio durante doce años. No me felicitó en mi cumpleaños. No preguntó cómo estaba. Y ahora volvía porque no le quedaba adónde ir. Porque estaba solo.

No le respondí de inmediato. Solo dije:

Necesito pensarlo.

Desde entonces, han pasado días. Él no ha vuelto, no ha llamado. Y yo sigo pensando. Sopesando pros y contras. Reviviendo recuerdos. Escuchando al corazón. Está roto, pero aún late. Y ahora, está en silencio.

No sé si perdonarlo. No sé si vale la pena volver a empezar. Pero una cosa sé: el amor no siempre es la cura. A veces, es la cicatriz. Y antes de abrir una puerta antigua, hay que asegurarse de que dentro no está el mismo dolor del que una vez huiste.

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