**¿Os divorciáis? Yo me quedo con papá**
Carmen llevaba tiempo sintiendo que su matrimonio con Javier se resquebrajaba. El amor se había enfriado, sustituido por la rutina, las conversaciones se volvían vacías y las quejas se acumulaban como nubes antes de una tormenta.
Ella prefería esperar, engañándose con la esperanza de que las cosas mejoraran. Pero sabía que si indagaba, descubriría algo que no podría perdonar. ¿Y entonces qué? Tenían una hija. Debía pensar en ella.
Carmen cocinaba, limpiaba, se aseguraba de que su hija no llegara demasiado tarde a casa y terminara los deberes. A Laura, su hija, ahora le gustaba guardar secretos de adolescente. Es normal, crecía. Y Javier… Javier traía el sueldo a casa. Y con eso, su participación en la familia se consumía.
Últimamente, no soltaba el móvil. Absorto en la pantalla, como un crío.
De pronto, Carmen enfermó. Fiebre, dolor de cabeza, el cuerpo hecho polvo. Le pidió a Javier que preparara la cena. Laura, otra vez, andaba perdida con sus amigas.
—Bah, con un té y unos bocadillos tendremos bastante —contestó él.
Carmen estaba demasiado débil para discutir. Pasó dos días entre sueños. Cuando se sintió mejor, entró en la cocina y encontró los platos sucios amontonados en el fregadero, ni una taza limpia. La basura rebosaba, coronada por cajas de pizza vacías. La lavadora atestada de camisas de él, arena crujiendo bajo los pies en el recibidor y la nevera vacía. Se puso a limpiar, a cocinar, y al caer la noche, se derrumbó agotada.
Tras la cena, otra pila de platos. Carmen estuvo a punto de llorar. El resentimiento acumulado explotó.
—Basta. No soy tu asistenta. Trabajo igual que tú y aún así cocino, limpio… ¿No podrías lavar al menos tu plato? —le espetó.
—Total, tú lo harás igual —respondió él, imperturbable.
—Saca la basura mañana antes de irte. Dejaré la bolsa en la puerta.
—Vale —dijo sin levantar la vista del móvil.
—No «vale», acuérdate —replicó ella, exhausta—. Antes me ayudabas, hasta pasabas la aspiradora. No pido la luna, solo que saques la basura. ¡Oye! ¿Me estás escuchando? ¡Deja el maldito teléfono!
—¿Qué? Ya hago bastante.
—¿El qué?
—Mira, eres mujer, es tu trabajo. Yo traigo el dinero. ¿Qué más quieres? ¿Que lave los platos con dos mujeres en casa?
—¿Llamas «mujer» a nuestra hija? —Carmen se indignó.
—Por cierto, ¿dónde está? Es tu culpa, la dejas salir demasiado. Todo por un plato sucio… —murmuró él.
—No es el plato, es que ni me miras, solo te importas tú…
—¡Ya está! Harto de esto… —Javier salió de la cocina. Poco después, la puerta del baño se cerró de golpe.
En la mesa, la pantalla del móvil de él se iluminó. Carmen alcanzó a leer el nombre del mensaje antes de que se apagara.
Ahí estaba la grieta que intuía pero no quería admitir. Javier regresó y agarró el teléfono al instante.
—¿Vanesa? ¿Vega? ¿Violeta? —preguntó Carmen, forzando frialdad.
Él se detuvo en la puerta, luego giró bruscamente hacia ella.
—¿Has husmeado en mi móvil?
—Está bloqueado. ¿Qué ocultas? —pensó: «Miente, por una vez…».
—¿Y qué si lo hago? —Desafió su mirada—. Sí, hay otra. Terminemos esto como adultos.
—¿Cómo? —Carmen sintió las lágrimas escapársele.
—Empezamos —suspiro él—. Si prefieres hacerte la víctima, quédate, pero no cambiaré.
Su mundo se desmoronó. Como un trueno anunciando un diluvio eterno.
—Recoge tus cosas y vete.
—¿Qué? ¿Adónde? —no entendió ella.
—El piso es mío. Me lo dieron mis padres. No pienso venderlo.
—¿Y Laura y yo? ¿Estás de broma?
—En absoluto. Vete a casa de tus padres.
—Yo no me voy —la voz de Laura resonó tras Javier.
—¿Cuánto llevabas escuchando? —preguntó él.
—Gritabais tanto que os oyó el vecindario. ¿Os divorciáis? Yo me quedo con papá.
—¿Ves? —dijo Javier, señalándola— ¿Quién es ahora el malo? —Salió, probablemente a avisar a su amante de que el piso estaría libre.
—No puedes quedarte con él, Laura. Él tiene… —Carmen tragó saliva—. No estará solo.
—¿Y qué? Tengo mi habitación. No iré con los abuelos, viven lejísimos. Aquí está mi instituto, mis amigos. No me muevo. Además, tengo deberes. —Laura desapareció en su cuarto.
Carmen sintió pánico. ¿Qué hacer? ¿Cómo? Tenía una familia, un hogar… y ahora la echaban. Como un tornado que lo revuelve todo y te escupe al vacío.
No, no podía ser real. Hasta su hija la traicionaba. Debía calmarse. Laura era una adolescente, no entendía. Se encerró en el baño y lloró. Al salir, en el sofá-cama, una almohada y una manta. Él, otra vez, escribiéndole a su amante.
—¿Esto qué significa? —preguntó.
—¿No lo entiendes?
Carmen se acostó en ese sofá estrecho, incómodo. No durmió, reflexionando. Había intentado ser buena esposa y madre. Y al final, no fue ninguna. No mendigaría, no perdonaría. No lucharía por el piso, perdería. Pero por Laura sí. No todo estaba perdido.
A la mañana siguiente, se fue mientras dormían. Llegó antes que nadie al trabajo, asustando al vigilante.
Una compañera notó su estado.
—Ya no tengo familia, ni hogar. Me he quedado en la calle.
—¿Tan grave es?
—Peor no puede ser. Necesito piso.
—Bueno… tengo uno. Pequeño y descuidado. Era de mi padre. Podrías quedarte, pagando solo gastos.
—Gracias —Carmen miró esperanzada.
—Míralo antes, tonta.
—Acepto. Es mejor que ir con mis padres.
El piso era minúsculo, con muebles viejos.
—Limpia, haz lo que quieras. Hasta tirar lo que estorbe.
Carmen limpió hasta tarde. Arrancó cortinas polvorientas y estornudó. Mejor que Laura se quedara, este lugar no le gustaría. No volvió a casa. Por la mañana, nadie la llamó.
Recogió sus cosas con ayuda de compañeros. CompAños después, cuando la nieta de Carmen cumplió tres años, Laura finalmente entendió el amor que había despreciado y, con lágrimas en los ojos, le pidió perdón a su madre, sellando así una reconciliación que llenó sus vidas de paz y nuevos comienzos.