Se avergüenza de nosotros: cómo mi hijo olvidó quién lo crió

Él se avergüenza de nosotros: cómo mi hijo olvidó quién lo crió

En la luminosa cocina blanca, en el piso undécimo de un edificio con vistas panorámicas, Adrián sorbía lentamente su café en una taza de porcelana costosa. Llevaba un traje impecable, el cabello peinado con precisión, el rostro sereno y seguro. Esta vida—elegante, sin fallos, sin rastros del pasado—era la suya. De pronto, el timbre de la puerta. Frunció el ceño: mala hora. Dejó la taza sobre la mesa de mármol y caminó con desgana hacia la entrada.

—¿Quién es?

—Soy yo, hijo… tu madre.

Se quedó paralizado. Tras la puerta, encogida por el frío, había una mujer con un abrigo ajado y un pañuelo sobre la gorra. En sus manos, una bolsa abultada: conservas, miel, tarros atados con trapos. Bajo el dobladillo asomaban botas gastadas. Sus labios temblaban más por los nervios que por el viento.

—¿Mamá? ¿Por qué no llamaste? —preguntó en voz baja, mirando rápidamente a los lados, por si algún vecino la veía.

—Hijo, no contestabas. Estamos en apuros… necesitamos tu ayuda.

Suspiró, la hizo pasar y cerró la puerta de golpe. Sus ojos buscaban dónde esconderla.

Adrián vivía en Madrid desde que terminó la universidad con matrícula de honor. Un trabajo en una empresa prestigiosa, contactos y su ambición lo habían llevado lejos. Visitaba poco a sus padres, en un pueblo de Zamora. Las llamadas eran escasas: Navidad, alguna fiesta. El pasado era un estorbo, algo que ocultar.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó con frialdad mientras ella se quitaba los guantes.

—Tu primo Javier está muy enfermo. Luisa y Manuel no dan abasto con el bebé y los gastos… hijo, ellos te ayudaron cuando estudiabas. Necesitan algo, aunque sea poco…

Iba a responder, pero sonó el timbre otra vez. Se giró bruscamente.

—¡Quédate callada! —susurró—. No salgas. No pueden verte.

La encerró en el dormitorio y fue a recibir a su invitado: su compañero de trabajo, Álvaro.

—Oye, Adrián, la portera dijo que vino tu madre —dijo con curiosidad—. Pero tú siempre dijiste que tus padres murieron en un accidente…

—¡Ah! Se equivocó, era una anciana perdida. Ya la he atendido —se rio, incómodo—. Oye, ¿podrías comprar vino? Viene Clara, la hija del jefe. Quiero que la cena sea perfecta. Esto podría ser importante.

Lo empujó fuera, sonriente. Al volver, miró hacia la habitación. Su madre estaba sentada al borde de la cama, los ojos vidriosos. Lo había oído todo.

—Hijo… ¿de verdad dices que estamos muertos? —tembló su voz—. ¿De dónde sacaste tanta vergüenza?

Él torció el gesto.

—Mamá, basta. ¿Cuánto necesitan?

—Cuatrocientos…

—¿Euros?

—¡No, por Dios! Solo en pesetas…

—¿Y vienes por esta miseria? Toma, cincuenta. No vuelvas así, ¿vale? Tengo otra vida. Ya no somos iguales.

Le pagó un taxi, una habitación barata cerca de la estación y el billete de vuelta. Se despidió sin mirarla.

Esa noche, entró en el dormitorio con Clara. Ella se sentó en la cama, olfateó el aire y vio la bolsa.

—¿Qué es ese olor? Adrián, ¿qué huelo?

—La asistenta otra vez… siempre trayendo basura. Le voy a descontar el sueldo —murmuró, apartando la mirada.

Mientras, en un vagón destartalado de tren, su madre viajaba de regreso. Miraba por la ventana las luces fugaces y tragaba lágrimas. Se preguntaba: ¿En qué fallaron? ¿Cuándo dejó de quererlos?

Y por qué el amor con que lo criaron le dolía tanto ahora.

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