Salí con Miguel en brazos y pisé las escaleras mojadas. Las gotas de lluvia se colaban por la puerta entreabierta del edificio, empapándome el pelo. Afuera, las calles estaban desiertas. Ni los perros se atrevían a pasear con aquel tiempo. Sentía el frío atravesándome la ropa, pero no tenía adónde ir.
Vagabundeé unas horas por la ciudad, con el niño pegado a mí. Al final, una vecina mayor, doña Carmen, me vio empapada y temblando y me invitó a su pequeño pero cálido apartamento. Me dio una toalla, una taza de té y un improvisado camastrito para Miguel. Aquella noche lloré en silencio, con la mirada clavada en el techo. Sabía que algo tenía que cambiar.
Los días siguientes fueron duros. Intenté buscar trabajo, pero nadie quería contratar a una madre soltera con un niño pequeño. El dinero para la comida escaseaba, y la humillación en los ojos de quienes me conocían dolía más que el hambre. Javier y Lucía actuaban como si no existiera. Y yo sentía que había desaparecido de sus vidas como una mancha borrada con esponja.
Tras una semana, recibí una carta oficial. Al principio pensé que era una notificación de las autoridades, quizá una deuda desconocida. Abrí el sobre con manos temblorosas. Pero las palabras impresas me cambiaron la vida: *”Estimada señora Clara Martínez, le informamos que es la única heredera de la fortuna de la difunta señora Aurelia Sánchez, su tía lejana”*
Leí la carta tres veces. No podía creerlo. Aurelia, a quien solo había visto una vez en mi infancia, lo había dejado todo a mi nombre. Una casa imponente en las afueras, cuentas bancarias abultadas y, lo más importante, acciones en una respetada empresa comercial.
Fui al notario de inmediato y, paso a paso, entré en posesión de la herencia. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el sol salía también para mí. Me compré ropa nueva, le di a Miguel todo lo que nunca había tenido: juguetes, ropa abrigada, buena comida. Pero, sobre todo, le di seguridad.
Pasaron los años. Aprendí a manejar los negocios de mi tía y, para sorpresa de todos, lo hice bastante bien. Empecé a invertir con inteligencia, rodeándome de gente de confianza. Poco a poco, mi nombre se hizo conocido en el mundo de los negocios. Una mujer fuerte, elegante y misteriosa. Nadie recordaba ya aquellos días en los que me habían echado a la calle bajo la lluvia.
Javier y Lucía, en cambio, ya no estaban en la cima del éxito. Su empresa se tambaleaba. Errores de gestión, decisiones impulsivas, socios perdidos todo se acumulaba como una bola de nieve. Intentaron buscar inversores, pero las puertas se les cerraban.
Una mañana, mi abogado me llamó:
Señora Clara, la empresa de la familia López está en venta. Tienen grandes deudas. Si lo desea, puede participar en la subasta.
Mi corazón dio un vuelco. Era el momento. El destino me ponía en bandeja la oportunidad que había soñado aquella noche lluviosa, cuando me echaron con mi hijo en brazos.
Fui a la subasta vestida con un traje elegante, el pelo recogido en un moño refinado. Nadie me reconoció. Habían pasado años, y yo ya no era aquella mujer desesperada y humillada. Era otra persona.
Cuando anunciaron el nombre del ganador, los rostros de Javier y Lucía palidecieron. Yo, Clara Martínez, era la nueva dueña de su negocio. Ni siquiera los miré. Solo firmé los papeles con una sonrisa tranquila.
Esa noche, Javier vino a mi despacho. Temblaba, envejecido, los hombros cargados de preocupación.
Clara por favor no nos dejes en la calle. Sabes que sin esta empresa estamos acabados.
Lo miré a los ojos. Era el mismo hombre que me había echado, que me dijo que mi hijo y yo éramos una carga. Ahora suplicaba mi compasión.
Javier respondí fría, la vida es curiosa, ¿verdad? Entonces te dije que lo lamentarías. Y aquí está el día.
Lucía también intentó convencerme. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero yo solo veía a la mujer que me había empujado a la calle bajo la lluvia, con un niño asustado en brazos.
Clara, nos equivocamos. Estábamos cegados por el orgullo. ¡Por favor, ten piedad!
Sonreí con amargura.
¿Piedad? ¿La tuvisteis vosotros cuando me echasteis aquella noche? ¿Cuando Miguel lloraba y os rogaba que no lo abandonarais? Entonces no os importó.
Los dejé marchar cabizbajos. El negocio era mío, y ellos ya no tenían nada.
Años después, Miguel creció siendo un joven fuerte e inteligente. A veces le contaba de aquella noche lluviosa. Le decía que nunca debía perder la dignidad, ni siquiera cuando todo el mundo le diera la espalda.
Y cada vez que veía el rostro de Javier por la calle, con ropas gastadas y mirada perdida, sentía una profunda tranquilidad. No por venganza, sino por justicia.
Porque en una noche lluviosa, años atrás, juré que un día se arrepentirían. Y así fue.