Lo di todo por la felicidad de mi hija, y en lugar de gratitud, recibí traición.
Después de que mi hija se casara, no tenía una vivienda propia. Veía cómo necesitaban un espacio suyo, un techo donde empezar, y sin dudar me sacrifiqué. Dejé mi acogedor piso de dos habitaciones en un pequeño pueblo cercano a Toledo y me mudé con mi madre, entregando a mi hija y su marido todo lo que tenía. Renuncié a mi comodidad para que ella, mi niña adorada, pudiera comenzar su nueva vida desde cero. Ese fue mi regalo para ella, uno que pensé que valoraría.
Crie a mi hija sola, trabajando duro, después de que mi marido falleciera y nos dejara a nuestra suerte con una niña de ocho años. El corazón se me rompía de dolor, pero no tenía opción: debía sacarla adelante. Todos esos años conté con mi madre, mi ángel protector, sin quien me habría perdido en la oscuridad de la soledad y las preocupaciones interminables. Resistimos juntas, paso a paso, año tras año. Mi hija creció, se graduó en la universidad de la ciudad, conoció a Juan y se enamoró. Y llegó la boda, un día que debía ser de alegría para todos nosotros.
Al principio, pensé en llevarme a mi madre conmigo y cederles a los jóvenes su pequeño apartamento de una habitación, pero luego cambié de idea. Mi piso de dos habitaciones era más espacioso, luminoso, acogedor; decidí que sería un mejor comienzo para ellos. Se los di con el corazón abierto, esperando un poco de gratitud, una sombra de respeto por mi sacrificio. Pero en vez de eso, comenzó una pesadilla que no podía prever.
La madre de Juan, Esperanza Fernández, pronto después de la boda se presentó con una exigencia descarada: “¿Cuándo harán la reforma? Los jóvenes no tienen dinero, y el piso es viejo; hay que ponerlo a punto antes de que se muden”. Me quedé atónita. Mi hogar estaba limpio, cuidado, cálido; sí, sin papeles pintados modernos y sin adornos de diseñador, pero ¿acaso eso era lo importante? Contuve mi ira y con frialdad sugerí: “Si tanto les apura, paguen la reforma ustedes. También son sus padres; podrían hacer una inversión”. Ella bufó: “No pienso gastar en una casa ajena”. Sus palabras cortaron como un cuchillo, pero me callé. Hice una ligera reforma estética con mi dinero, recogí mis cosas y me fui con mi madre, dejando a los jóvenes mi nido. No me entrometí en sus vidas, no me impuse; solo iba cuando me invitaban, respetando sus límites. Yo sé lo que significa el espacio personal y no quería ser la suegra entrometida.
En cambio, Esperanza parecía haberse instalado allí. Hacía y deshacía en mi antiguo hogar como si fuera suyo, y eso me ponía cada vez más nerviosa.
Antes de Nochevieja, fui a hacer la compra. Decidí llevar más cosas para compartir con mi hija, Inés, con la idea de alegrarla y apoyarla. Las bolsas estaban pesadas y me dolían las manos, por lo que no pude sacar el móvil para avisar de mi visita. Decidí entrar sin previo aviso; al fin y al cabo, soy su madre. Abrí la puerta con mi llave, entré y me quedé paralizada. En la cocina, en mi vieja mesa, estaba Esperanza, tomando té tranquilamente. Frente a ella había una lista con el menú festivo, cuidadosamente escrito y con anotaciones. Me di cuenta: se estaban preparando para recibir el Año Nuevo juntos. Inés y Juan habían invitado a ella y a los padres del novio a su casa. Pero a mí y a mi madre nos habían dejado fuera. Nos habían descartado.
El dolor me atravesó como un viento helado. Me quedé allí, sin poder decir nada, mientras sentía un vacío creciente en mi pecho. ¿Por qué éramos menos? ¿Por qué nos habían relegado a un lado a quienes lo habíamos dado todo, como si fuéramos extraños? En ese momento comprendí que me había precipitado con el piso. Tenía que haber esperado, observar, no lanzarme a salvarlos a costa de mi vida. Pero ya era tarde; lo hecho, hecho está.
¿Cómo seguir adelante con esta traición? Le di a mi hija todo: la casa, los años, la salud, el amor, y a cambio recibí fría indiferencia. Mi sacrificio se convirtió en un cuchillo en la espalda, y esta herida no sanará jamás.