Mi marido y yo nos privamos de todo con tal de que a nuestras hijas no les faltara nada. ¿De verdad merezco esta indiferencia de mis propias hijas?
Cuando las niñas crecieron, mi difunto esposo, Víctor, y yo por fin respiramos. Pensamos: “Ahora podemos vivir un poco más, será más fácil”. Pero no lo fue. Solo cambiamos una carga por otra. Toda su infancia estuvo llena de privaciones. Los dos trabajábamos en una fábrica local: yo como empaquetadora, él como tornero. El dinero apenas alcanzaba para la comida y la ropa.
Recuerdo lo feliz que me ponía cuando podía comprarles algo decente, para que no fueran menos que los demás. No nos íbamos de vacaciones, no renovábamos los muebles, llevábamos los zapatos gastados… Todo con tal de que ellas tuvieran lo necesario. Iban a un colegio público, pero parecían princesas. Y nosotros estábamos orgullosos. Creía que algún día valorarían nuestro sacrificio y amor.
Cuando entraron en la universidad, los gastos aumentaron. Había que pagar la residencia, prepararles la ropa, la comida. Y volvimos a apretarnos el cinturón. Reunía las monedas que encontraba para mandarles un paquete. Vivíamos pensando solo en aliviarles la vida.
Ambas se casaron una tras otra. La alegría fue inmensa, pero duró poco. Pronto anunciaron que serían madres. Al principio lloré de felicidad, luego de miedo. ¿Quién cuidaría de los niños cuando dejaran la baja maternal? Las dos dijeron lo mismo: “Son muy pequeños para la guardería”. Y me pidieron a mí, a su abuela, que las ayudara.
Yo ya estaba jubilada, pero trabajaba limpiando en una farmacia. Víctor y yo hablamos. Él dijo que seguiría trabajando y que yo me ocupara de los nietos. Y así empezó otra etapa: papillas, pañales, mocos, dibujos animados… todo otra vez desde cero.
Pasaron los años. Los yernos montaron sus negocios y empezaron a ganar bien. Nos alegramos por ellos, al fin y al cabo, familia que progresa, todos ganan. Y si de vez en cuando teníamos que “echar un cable” con la comida, bueno, estábamos acostumbrados.
Hasta que ocurrió lo peor. Mi Víctor se fue al trabajo y no volvió. Un infarto. Justo a la puerta de la fábrica. La ambulancia llegó rápido, pero su corazón no aguantó. Mi apoyo, mi persona más querida, se fue para siempre. Vivimos juntos 42 años. Sin él, todo se volvió gris y vacío.
Mis hijas lloraron, claro. Estuvieron conmigo en el funeral. Pero luego se llevaron a los niños y me dijeron:
“Mamá, ya es hora de llevarlos a la guardería, muchas gracias, ahora puedes descansar”.
Y me quedé sola. El piso se llenó de un silencio terrible. Ni los pasos de Víctor, ni su voz, ni las risas de los niños. Y me di cuenta: con mi pensión no podía vivir. La comunidad, la comida, las medicinas… todo era una losa. No llegaba ni para las pastillas. Me callé. Aguante. Pero un día, cuando vinieron de visita, les solté:
“Chicas, si me ayudarais un poco con los gastos, podría comprarme las medicinas…”.
La mayor respondió enseguida:
“Mamá, ¿en serio? Nosotras tampoco llegamos, ¡con lo que están subiendo los precios!”.
La pequeña ni habló, clavada en el móvil. Luego dejaron de venir. Dejaron de llamar. Como si yo tuviera la culpa por pedir ayuda.
Y me pregunto: ¿de verdad me merezco esto? ¿Así se olvida a quien lo dio todo por ti? ¿Así tiene que ser mi vejez: pobre, enferma y sola?
Aún creo que algún día se acordarán, que no todo está desaparecido. Pero cada día sin ellas es como un nuevo golpe. ¿Para esto trabajamos, nos sacrificamos, vivimos sin vivir? ¿Esto es lo único que queda del amor y la gratitud?