Lo sabía, mamá… Sabía que llamarías.
El móvil vibró justo en medio de la clase. Sonia lo sacó del bolsillo, miró la pantalla y rechazó la llamada. Pero el teléfono volvió a vibrar.
“García, tenga consideración. O lo apaga o contesta,” dijo la profesora con irritación.
“Voy a contestar. ¿Puedo salir?” Sonia señaló la puerta con la mirada.
“Salga,” suspiró la profesora.
“Mila, ¿qué pasa? Estoy en clase,” preguntó Sonia al salir al pasillo.
“Soniña… Tus padres han tenido un accidente,” dijo Mila con voz temblorosa.
“¿Qué?” atajó Sonia.
“Ven cuanto antes.”
Pálida y agitada, Sonia regresó al aula, metió el libro y el cuaderno en la mochila y se dirigió a la puerta.
“¿Nada tiene que decir, García?” la voz firme de la profesora la alcanzó.
“Lo siento, es urgente,” abrió la puerta y salió.
“Sonia, ¿qué ocurre?” Nicolás la alcanzó en las escaleras.
“No lo sé. Mila ha llamado, dice que mis padres han tenido un accidente. Me pide que vaya.”
“¿Están vivos? Voy contigo.”
“Nico, no tienes por qué…”
“Quizá necesites ayuda. Dame el móvil, llamaré un taxi.” Sonia solo entonces notó que aún lo agarraba con fuerza.
“Dios mío, solo quiero que estén vivos,” susurró, entregándoselo.
Durante todo el trayecto, Sonia jugueteó nerviosa con la correa de su bolso. Nicolás cubrió sus manos con las suyas, calmándola.
“Por favor, más rápido,” rogó al conductor. Le parecía que avanzaban a paso de tortuga.
“No se puede, hay radares por todas partes,” respondió él con calma.
“Pagaré las multas, solo acelere, por favor,” suplicó Sonia, al borde del llanto.
El conductor suspiró y pisó el acelerador, adelantando coches. “Si nos estrellamos, será juntos.”
Llegaron por fin. Mientras Nicolás pagaba, Sonia entró corriendo por el portón.
Mila los vio desde la ventana y salió al porche de la gran casa de dos plantas. Tenía los ojos llorosos y las manos apretadas contra el pecho.
“¿Viven?” Sonia subió los peldaños y se detuvo frente a ella.
“Don Luis falleció al instante. Doña Marina está en el hospital.”
“¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿En cuál?”
“En el Clínico.”
“Nico, ¿se ha ido el taxi?” se volvió hacia él.
“Un momento.” Nicolás sacó el teléfono y marcó. “¿Ya se han marchado? Vuelvan, por favor…”
Sonia ya no tenía prisa. Lloró en el asiento trasero, hundiendo la cara en el hombro de Nicolás.
En el hospital, no querían dejarla entrar.
“¡Es mi madre! ¡Déjenme pasar!” suplicó Sonia entre lágrimas.
“Está grave, inconsciente,” explicó el médico.
“Necesito verla,” insistió.
“Está bien. Pero sin gritos ni escenas,” advirtió antes de llevarlos a la UCI.
Más tarde, volvían a casa en otro taxi.
“Nico… ¿vivirá?” preguntó Sonia. “No me queda nadie. Absolutamente nadie.”
“¿Y Mila? Es familia, ¿no?”
“La asistenta. Lleva con nosotros treinta años. Es como de la familia, pero no lo digas.”
“¿Por qué?”
“¿Crees que alguien en la facultad tiene servicio doméstico? ¿Cómo me tratarían si lo supieran?”
El resto del viaje fue en silencio. Al llegar, Nicolás iba a bajarse, pero Sonia lo detuvo.
“No hace falta. Te llamaré mañana,” dijo antes de entrar.
Mila salió de la cocina.
“¿Qué tal? ¿La has visto?”
“Sí. Está en coma.”
“Dios mío, Soniña.” Mila la abrazó sollozando. “Rezaremos por Doña Marina. La funeraria ya se encarga de Don Luis,” dijo mientras acariciaba su espalda. “Qué tragedia. Era un hombre tan bueno. Jamás alzó la voz, siempre educado, tranquilo…”
Sonia la dejó y subió a su habitación. Se acostó en posición fetal.
Mila la despertó al amanecer. Por su rostro bañado en lágrimas, Sonia lo supo.
“Acaban de llamar. Se ha ido esta noche… Que Dios la tenga en su gloria,” Mila se persignó. “¿Cómo es posible, Soniña?”
Después, sentadas en la cocina:
“Me he quedado sola,” murmuró Sonia.
“Me quedaré un tiempo. Pero ya soy mayor, merezco descansar. Llevo aquí desde Don Carlos, tu abuelo. Empecé cuando él vivía.”
Pasaron los funerales, los nueve días, los cuarenta. La casa dejó de recibir visitas. El teléfono enmudeció. Solo quedó un silencio denso.
Sonia asistía a clase porque Nicolás la obligaba. De otro modo, se habría quedado en cama, mirando la pared. Mila la forzaba a comer. “Si no tomas aunque sea caldo, me voy,” amenazaba.
Y Sonia comía, para no quedarse sola en aquella casa enorme.
Una tarde, ante tazas de té frío, Mila rompió el silencio.
“Juré a tus padres no decírtelo nunca. Pero ya no están, y mereces saber la verdad.” Se persignó. “No estás sola. Tienes una madre.”
“¿Qué dices? Mamá ha muerto.”
“Doña Marina no era tu madre. Tu padre sí, pero ella… te crió como suya.”
El relato de Mila fue claro: Doña Marina era estéril. Una joven, Natalia, llegó a trabajar a la empresa familiar. Tuvo un romance con Don Luis. Al quedar embarazada, él la convenció de dar a luz y entregar al bebé. Le prometió una vida mejor. Natalia firmó los papeles en el hospital y desapareció.
“Se llamaba Natalia Montes. Tenía una cicatriz en la ceja izquierda. De una caída de niña.”
Tras despedir a Mila, Sonia se lo contó a Nicolás. Su padre, policía, podría ayudarla.
Tres semanas después, tenían una dirección en Barcelona.
“¿Para qué ir?” argumentó Nicolás. “Te abandonó. Tu madre fue quien te crió.”
Pero Sonia necesitaba entender. Tomó el AVE sola.
El edificio era antiguo, con escaleras metálicas. Natalia abrió la puerta: mujer delgada, pelo castaño, y ahí, la cicatriz.
“Soy tu hija,” soltó Sonia.
Natalia fumó junto a la ventana antes de responder.
“¿Qué esperabas? ¿Que me arrodillara pidiendo perdón?” Su voz era áspera. “Te di la vida que nunca tuve. Creciste con lujos, educación. ¿Crees que podría haberte dado eso?”
El encuentro fue duro. Pero al despedirse, Natalia la abrazó con fuerza.
“Perdóname,” susurró.
“Y tú perdóname a mí.”
En el tren de vuelta, Sonia sintió paz.
Un mes después, la noche antes de su cumpleaños, sonó el teléfono.
“Sabía que llamarías, mamá,” respondió Sonia, sonriendo.