Lo sabía, mamá, me escuchas.
—Abuela, ¿me cuentas un cuento? —preguntó el pequeño Mateo, de seis años.
—Uno corto. Es hora de dormir, mañana te costará levantarte para el colegio —contestó Carmen mientras le arreglaba la manta.
—Me levantaré —prometió Mateo.
Carmen apagó la luz del techo, dejando solo la lámpara de la mesilla encendida. Tomó un libro de la estantería, se puso las gafas y volvió a sentarse en la cama del niño.
—No así, acuéstate conmigo —rogó Mateo, apartándose para hacerle sitio.
—Me quedaré dormida.
Pero la mirada suplicante de su nieto la hizo ceder. Se tumbó a su lado, y Mateo se acurrucó contra ella, bostezando.
Carmen empezó a leer, interrumpiéndose de vez en cuando para escuchar su respiración suave. Cuando confirmó que dormía, se levantó con cuidado y salió de la habitación, cerrando la puerta despacio.
En la cocina, tocó la tetera. Aún estaba caliente. Se sirvió una taza de té y se sentó a la mesa. «¿Dónde estará Lucía? Ya son las once, y dijo que vendría a las nueve. Quizá se quedó en casa de su amiga. Pero ¿por qué no llamó? ¿Debería llamarla yo? No, si va conduciendo, no quiero distraerla. Dios no lo quiera». Se persignó frente a la pequeña virgen del armario. «Esperaré un poco más».
Bebió un sorbo y frunció el ceño. El té se había enfriado. Lo tiró por el fregadero y se acercó a la ventana, donde la oscuridad era densa y angustiosa.
De pronto, el teléfono rompió el silencio con su tono alegre. Carmen dio un respingo y corrió a silenciarlo antes de que despertara a Mateo. Se quedó paralizada al ver en la pantalla un número desconocido en lugar de la foto de su hija.
¿Estafadores? A estas horas, no. ¿O se le habría agotado la batería? Decidió contestar.
—Buenas noches. Soy el teniente Morales. ¿Con quién hablo?
—Soy su madre. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué…? —empezó Carmen.
—¿Cómo la llamo? —la interrumpió una voz fría.
—Carmen López.
—Carmen, no se alarme…
—¡Cómo no alarmarme! La policía no llama a medianoche por nada. ¿Es usted un estafador? ¿Quiere dinero? Pues no tengo, y si lo tuviera, no le daría nada. ¿Por qué no contesta?
—Lucía Martínez tuvo un accidente en la autovía…
Tras escuchar esas palabras, Carmen dejó de entender lo que decía. Se llevó una mano al pecho, tratando de calmar el corazón que golpeaba su pecho. El teniente seguía hablando, pero las palabras se mezclaban. Tomó una bocanada de aire y tosió. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Dígame… —susurró con voz quebrada—, ¿está viva?
—Sí, pero en coma. Su estado es grave.
—¿En qué hospital está? —las palabras le costaban salir.
—En el Gregorio Marañón, pero no venga ahora. ¿Está con su hijo? Quédese con él. Ella está en quirófano. Mañana venga, el médico le explicará todo. ¿Qué hacía su hija en la autovía? —preguntó el teniente de pronto.
—Espere, ¿cómo sabe lo del niño?
—De su teléfono, como su número. Repito, ¿qué hacía en la autovía?
Carmen intentó recordar el apellido del teniente, como si eso importara ahora.
—No lo… —empezó a decir, pero se detuvo—. Fue al cumpleaños de una amiga. Se lo advertí… —negó con la cabeza, como si el teniente pudiera verla—. Dijo que volvería a las nueve. Su hijo la esperaba… Dios mío, ¿qué le digo cuando despierte? —su voz tembló.
—O sea, fue a una fiesta… ¿Había bebido?
—¡Qué insinúa! No es así, sabía que tenía que volver, que su hijo la esperaba —protestó Carmen, aunque una duda le atravesó la mente—. Quizá pensó en quedarse a dormir, pero luego cambió de idea…
—Perdone las molestias —dijo el teniente antes de colgar.
—Molestias… Me ha destrozado. ¿Qué hago ahora?
Quería salir corriendo al hospital, pero recordó a Mateo. Se levantó con esfuerzo del taburete donde se había dejado caer. Abrió el frigorífico y sacó un frasquito de gotas tranquilizantes. Contó las gotas que caían en la taza, pero perdió la cuenta, así que agitó el frasco varias veces hasta que un chorro del líquido con olor fuerte salpicó dentro.
—Mejor que sobre —murmuró.
Llenó la taza con agua y se la bebió de un trago sin hacer aspavientos.
Se sentó de nuevo, con el frasco en la mano.
—Señor, salva a Lucía, tu sierva. No dejes huérfano al niño —rezó en voz baja, persignándose con devoción frente a la virgen del armario.
Siguió rezando hasta que, exhausta, cerró los ojos.
—Abuela, despierta. ¿Mamá no ha vuelto?
Mateo la sacudía por el hombro. Carmen tardó en salir del sopor del sueño. Entonces recordó la llamada, y se despertó del todo.
—No. Llamó, dijo que se quedaba a dormir allí —mintió, aunque sabía que pronto tendría que decir la verdad. Al final, el niño acabaría enterándose.
—Mientes. Te oí hablar con alguien, pero no era mamá.
—Mateo, tu madre está en el hospital —confesó, abrazándolo fuerte para que no viera sus lágrimas.
—¿Está enferma? —se alarmó, forcejeando para soltarse.
—Sí. Le han operado. ¿Podrías quedarte con la vecina, tía Rosa, mientras voy al hospital?
Mateo negó con energía.
—¡Voy contigo!
—Bueno, pues lávate la cara mientras pongo el café —lo empujó hacia el pasillo.
Al levantarse, notó un mareo. «Justo lo que faltaba». Puso la cafetera al fuego y entró en la habitación a tomarse la tensión. Como temía, estaba alta. Necesitaba la pastilla, pero la caja de medicamentos estaba vacía.
El silbido de la cafetera la hizo volver a la cocina.
—Su estado es grave. La operación salió bien, pero sigue en coma —explicó el médico al llegar al hospital.
—¿Se va a morir? —preguntó Mateo con voz temblorosa.
—Haremos todo lo posible para evitarlo —respondió el doctor con serenidad.
—Dios mío… —Carmen juntó sus dedos, pero no se persignó—. ¿Podemos verla? Quiere mucho a su hijo. Quizá si oye su voz… Dicen que los pacientes en coma escuchan. Podría ayudarla a despertar —argumentó con urgencia.
El médico miró a Carmen, luego a Mateo, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Está bien. Pero poco tiempo, y nada de llorar, ¿entendido?
Mateo asintió, aunque las lágrimas ya resbalaban.
—Se lo advertí, tenía el presentimiento… —musitó Carmen, intentando seguir al médico, que avanzaba con paso rápido. Llevaba a Mateo de la mano, y el niño, aunque le dolía, no protestó.
Antes de entrar a la UCI, el médico les recordó guardar silencio.
Ambos asintieron, impacientes porFinalmente, después de semanas de incertidumbre, Lucía abrió los ojos por completo y, con una sonrisa débil pero llena de amor, estrechó las manos de Carmen y Mateo, prometiendo que jamás los dejaría.