**Diario de un abuelo**
Sabía que podías oírme, mamá.
—Abuelo, ¿me cuentas un cuento? —preguntó Adrián, de seis años.
—Solo uno corto. Ya es hora de dormir. Mañana no te levantarás para el colegio —contestó Carmen mientras le arropaba.
—Sí me levantaré —prometió el niño.
Carmen apagó la luz del techo, dejando solo la lámpara de la mesilla encendida. Cogió un libro de la estantería, se puso las gafas y volvió a sentarse al borde de la cama.
—No así. Túmbate conmigo —rogó Adrián, haciendo sitio.
—Me quedaré dormida. —Pero la mirada suplicante del niño la venció.
Carmen se acostó a su lado, y Adrián se arrimó más, bostezando.
Empezó a leer, intercalando pausas para comprobar si el niño se dormía. Cuando sus suaves ronquidos confirmaron que estaba dormido, salió con cuidado de la habitación, cerrando la puerta en silencio.
En la cocina, tocó la tetera. Aún estaba caliente. Se sirvió una taza y se sentó. «¿Dónde estará Lucía? Ya son las once y dijo que llegaría a las nueve. ¿Se habrá quedado en casa de alguna amiga? Si fuera así, habría llamado. ¿Debería llamarla yo? Pero si va conduciendo… mejor no distraerla. Dios no lo quiera». Se santiguó ante la pequeña virgen del estante. «Esperaré un poco más».
Bebió un sorbo y frunció el ceño. El té se había enfriado. Lo tiró al fregadero y se acercó a la ventana, donde la oscuridad de la noche parecía espesa y amenazante.
De pronto, el teléfono rompió el silencio con su tono estridente. Carmen saltó del susto, corrió a la mesa para silenciarlo antes de despertar a Adrián. En la pantalla, un número desconocido, no el de su hija.
¿Estafadores? A esta hora, poco probable. ¿Se le habrá agotado la batería? Respondió.
—Buenas noches. Soy el comisario Mendoza. ¿Es usted familiar de Lucía Martín?
—Soy su madre. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué…?
—¿Cómo puedo llamarla? —interrumpió la voz fría.
—Carmen López.
—Carmen, no se alarme…
—¿Cómo no alarmarme? La policía no llama a medianoche por gusto. ¿O es usted un estafador? ¿Quiere dinero? Pues no tengo, y si lo tuviera, no le daría nada. ¿Por qué no contesta?
—Lucía ha tenido un accidente en la autovía…
Tras esas palabras, Carmen dejó de entender lo demás. Apretó una mano contra el pecho, intentando calmar los latidos descontrolados. El comisario seguía hablando. Respiró hondo y empezó a toser. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Dígame… —musitó con voz quebrada—, ¿está viva?
—Sí, pero en coma. Su estado es grave.
—¿En qué hospital? —Las palabras le salían a duras penas.
—En el Gregorio Marañón, pero no venga ahora. Está en quirófano. Venga mañana y el médico le explicará todo. ¿Qué hacía su hija en la autovía? —preguntó de pronto el comisario.
—Espere, ¿cómo sabe de mi nieto?
—Lo mismo que su número. Lo tengo del móvil de su hija. Repito, ¿qué hacía en la autovía?
—No… —empezó a responder mecánicamente, pero se interrumpió—. Fue al cumpleaños de una amiga. ¡Si le dije que no fuera! —Meneó la cabeza, como si el policía pudiera verla—. Dijo que volvería a las nueve. Su hijo la espera… Dios mío, ¿qué le digo cuando despierte? —se lamentó.
—¿Fue a una fiesta? ¿Había bebido?
—¿Qué dice? Mi hija es responsable, sabía que tenía que volver… —protestó Carmen, aunque un pensamiento oscuro cruzó su mente. Quizá sí bebió. Quizá cambió de idea y decidió conducir igual…
—Disculpe las molestias. —El comisario colgó.
—«Disculpe las molestias». Como si no me hubiera destrozado.
Quería salir corriendo al hospital, pero recordó a Adrián. Con movimientos torpes, abrió la nevera y sacó un frasco de gotas tranquilizantes. Contó las gotas, se equivocó y acabó echando un chorrito directamente en la taza.
—Para asegurarme —murmuró.
Se lo bebió de un trago sin hacer aspavientos y se sentó, aferrando el frasco.
—Señor, salva a Lucía, tu sierva. No dejes a su hijo huérfano. —Se santiguó con devoción ante la virgen.
Rezó hasta que el cansancio la venció.
—Abuelo, ¡despierta! ¿Mamá no ha llegado?
Adrián la sacudía por el hombro. Carmen emergió lentamente del sueño viscoso. El recuerdo de la llamada volvió a su mente y despertó del todo.
—No… Llamó, dijo que se quedaba a dormir —mintió, aunque sabía que tarde o temprano tendría que decir la verdad.
—Mientes. Te oí hablar con alguien, pero no era ella.
—Adrián, mamá está en el hospital —confesó, abrazándolo fuerte para que no viera sus lágrimas.
—¿Está enferma? —se alarmó el niño, intentando zafarse.
—Sí. La han operado. ¿Te quedarías con la vecina, Elena, mientras voy al hospital?
—¡No! Voy contigo.
—Bueno. Lávate, mientras caliento agua. —Lo empujó hacia el pasillo y se levantó, tambaleándose. «Justo lo que me faltaba». Puso el cazo al fuego y fue a medirse la tensión. Demasiado alta. Buscó las pastillas, pero no encontró la caja.
El silbido del agua la hizo volver a la cocina.
—Su estado es grave. La operación fue bien, pero sigue en coma —explicó el médico al llegar al hospital.
—¿Se va a morir? —preguntó Adrián con voz temblorosa.
—Haremos todo lo posible. Créeme —dijo el doctor.
—Señor… —Carmen juntó los dedos para santiguarse, pero se detuvo—. ¿Podemos verla? Si oye la voz de su hijo… dicen que los enfermos en coma escuchan. Quizá le ayude a despertar.
El médico dudó, mirando a Adrián.
—De acuerdo. Pero poco tiempo, y nada de llorar. ¿Entendido?
Adrián asintió, aunque sus ojos ya brillaban.
—Yo le dije que no fuera… —murmuró Carmen, siguiendo al médico por el pasillo, agarrando con fuerza la mano del niño.
Antes de entrar, el médico les recordó las reglas: silencio, nada de gritos.
Pero ni Carmen ni Adrián escuchaban. Solo querían ver a Lucía.
Al acercarse a la cama, Carmen apenas la reconoció. Vendajes, moratones, rasguños.
—Lucía, estamos aquí. Tu hijo está conmigo. Despierta —susurró, conteniendo el llanto.
Adrián solo miraba, con los ojos muy abiertos.
—Los mayores nunca dicen la verdad. Sé que no nos oye. Si nos oyera, ya habría despertado. Y si se muere… ¿me llevarás a un orfanato? Tú eres vieja —reflexionó el niño camino a la parada.
Carmen solo captó las últimas palabras.
—No soy vieja, soy mayor. ¿Quién te dice esas cosas? No te llevaréAdrián apretó con fuerza la mano de su madre y susurró con determinación: “Mamá, te quiero mucho, vuelve con nosotros”, y en ese instante, como por milagro, los dedos de Lucía se movieron levemente bajo su toque, mientras una lágrima escapaba de entre sus pestañas cerradas.