Sábado en compañía familiar

**Sábado en familia**

—¡Ay, no me vengáis ahora con lo de la dieta! —exclamó Sofía agitando el tenedor con el trozo de tarta—. ¡Ya sé que estoy gorda!

—Sofí, ¿quién te ha dicho eso? —intentó calmarla su hermana Carmen—. Solo era que Luisa quería compartir una receta…

—¡Pues no la he pedido! —la cortó Sofía—. ¡Estoy harta! Todos los fines de semana es lo mismo: o la figura no está bien, o el peinado es anticuado, o el marido no vale para nada.

Luisa Martínez suspiró y dejó la taza de té sobre la mesa. Las reuniones familiares en su casa los sábados se habían convertido en una auténtica prueba. Las tres hijas estaban allí con sus familias, los nietos revoloteaban por el piso, y los adultos, en vez de charlar tranquilamente, acababan en otra discusión.

—Niñas, basta ya —dijo cansada—. Los vecinos van a oír.

—¡Que oigan! —se quejó Sofía—. ¡A lo mejor así entienden qué familia tan maravillosa tengo!

Teresa, la mayor de las hermanas, apretó los labios y apartó su plato con gesto firme.

—Solo intentamos ayudarte —dijo con tono frío—. Pero si no quieres…

—¡No quiero vuestros consejos! Vivo como vivo y ya está.

Luisa miró a sus hijas y pensó, una vez más, lo diferentes que eran. Teresa, a sus cuarenta y ocho años, era estricta, pulcra, siempre impecable incluso en casa de su madre. Trabajaba como contable en una empresa importante, casada con un ingeniero, y su hijo estudiaba en la universidad. La familia perfecta, al menos desde fuera.

Carmen, la mediana, a sus treinta y nueve, era dulce y complaciente. Siempre intentaba mediar y contentar a todos. Trabajaba como educadora infantil, su marido era mecánico y tenían dos hijos en el colegio. Vivían modestamente, pero felices.

Y Sofía, la pequeña, con treinta y cinco, se comportaba como una adolescente. Siempre descontenta, siempre peleándose con alguien. Se casó tarde, a los treinta y dos, tuvo una niña y ahora no paraba de quejarse de la vida.

—Abuela, ¿dónde están las fotos del abuelo? —preguntó Javier, el hijo de Teresa, asomándose al salón—. Quiero enseñárselas a Dani.

—En el álbum grande, en la estantería —respondió Luisa—. Pero cuidado, no lo rompas.

Javier asintió y salió corriendo con sus primos. Luisa los siguió con la mirada y sonrió. Al menos los nietos la alegraban, a diferencia de sus hijas.

—Oye, ¿y si dejamos de discutir? —sugirió Carmen—. Hablemos de algo bonito.

—¿De qué, de lo perfecta que es Teresa? —soltó Sofía—. Piso de tres habitaciones, coche nuevo, el niño en la universidad…

—¿Qué tiene que ver mi piso? —saltó Teresa—. Trabajo de sol a sol para tener esto.

—Claro, trabajas —dijo Sofía con sarcasmo—. Yo no tengo tiempo, con la niña pequeña.

—¡Lucía ya tiene cinco años! —replicó Teresa—. ¿Eso es pequeña?

—Para ti sí. ¡Javier se valía por sí mismo desde los diez!

Luisa sintió que le empezaba a doler la cabeza. Cada sábado, lo mismo. Las hijas venían, supuestamente para estar juntas, pero todo acababa en gritos.

—Niñas —dijo en voz baja—, vuestro padre no os querría ver así.

Al mencionarlo, las tres se callaron. Manuel había muerto hacía tres años, y desde entonces las reuniones familiares se habían vuelto tensas, como si él hubiera sido el pegamento que las unía.

—Mamá, no… —susurró Carmen.

—Sí —respondió Luisa con firmeza—. Él quería que os apoyarais. ¿Y qué hacéis vosotras?

Sofía bajó la mirada y empezó a desmigar el pastel en el plato. Teresa se arregló el pelo y miró por la ventana.

—Mamá, no discutimos a propósito —dijo Carmen—. Es que… no sé… Somos diferentes.

—¡Claro, diferentes! —bufó Sofía—. ¡Teresa tiene el carácter de dar lecciones a todo el mundo!

—¡No doy lecciones! —se defendió Teresa—. Solo digo lo que pienso.

—¡Eso es! ¿Y quién te ha preguntado?

Luisa se levantó y se fue a la cocina. Allí reinaba el caos: platos sucios en el fregadero, restos de comida, migas por el suelo. Abrió el grifo y empezó a lavar los platos, intentando calmarse.

Detrás de ella, se oyeron pasos.

—Mamá, déjame ayudarte —era Carmen.

—No hace falta, yo puedo.

—Anda, entre todos terminamos antes.

Carmen cogió un trapo y empezó a secar. Teresa apareció detrás.

—Mamá, perdona por lo de antes… —empezó, pero Luisa le hizo un gesto con la mano.

—No importa. Ya estoy acostumbrada.

—No estás acostumbrada, lo aguantas —dijo Teresa—. Lo sabemos.

Sofía entró en la cocina sin decir nada y se puso a limpiar las migas de la mesa.

Un rato después, seguían en silencio. Luisa pensaba en cómo todo había cambiado. Cuando Manuel estaba vivo, los sábados eran una fiesta. Él contaba historias a los nietos, jugaba al ajedrez con ellos, y las hijas ayudaban en casa y charlaban. Sin peleas, sin reproches.

—Mamá, ¿te acuerdas cuando papá nos llevaba al parque los sábados? —preguntó Carmen.

—Sí —sonrió Luisa—. Nos subíamos a los columpios y comprábamos helados.

—Y cómo nos hacía fotos junto a la fuente —añadió Teresa—. Decía: “Niñas, sonreíd, que esto es para el recuerdo”.

Sofía levantó la cabeza.

—¿Os acordáis cuando me subía a hombros? Era la más bajita y no llegaba a los columpios.

—Sí —asintió Luisa—. Gritabas de alegría.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuánto lo echaba de menos, especialmente en momentos así.

—Abuela, ¿por qué estáis todas juntas? —preguntó Lucía, la hija de Sofía, asomándose a la cocina—. ¿Puedo coger una galleta?

—Claro, cariño —Luisa le alcanzó el tarro—. ¿Y los niños qué hacen?

—Javier les enseña fotos del abuelo. Dice que era muy fuerte.

Sofía se estremeció.

—Lucía, ¿te acuerdas de él?

—Un poquito —la niña pensó—. Me llamaba osita y me daba caramelos.

—¿Osita? —se sorprendió Sofía—. ¿Por qué?

—No sé. Decía que era esponjosa como un osito.

Luisa rio.

—Porque siempre llevabas el pelo revuelto. Él decía: “Ya se ha despertado nuestra osita”.

Lucía se rio y salió corriendo. En la cocina, el silencio volvió.

—Sabéis, niñas —dijo Luisa—, vuestro padre decía que lo importante en la familia era no pelear por tonterías. La vida ya es difícil, ¿para qué hacérosla más complicada?

—Mamá, lo entendemos —dijo Teresa—. Pero a veces es difícil contenerse.

—¿Por qué? Sois adultas, educadas.

Teresa se encogió de hombros. Sofía seguía callada, y Carmen jugueteaba con el trapo.

—Al final, mientras recogían las últimas fotos, Luisa suspiró aliviada, sabiendo que, aunque las discusiones volvieran, hoy habían recuperado un pedacito de lo que siempre las había unido.

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