Sábado en Familia
—¡No me vengas ahora con la dieta! —exclamó Lola, agitando el tenedor con un trozo de pastel—. ¡Ya sé que estoy gorda!
—Lolita, ¿quién te ha dicho eso? —intentó calmarla su hermana Marisa—. Solo quería compartir una receta…
—¡Pues a mí no me interesa! —la interrumpió Lola—. ¡Estoy harta! Cada fin de semana es lo mismo: que si la figura, que si el pelo anticuado, que si el marido inútil…
Doña Carmen suspiró y dejó la taza de café sobre la mesa. Las reuniones familiares en su casa se habían convertido en una auténtica prueba. Sus tres hijas, con sus familias, llenaban el salón mientras los nietos correteaban. En vez de charlar, los adultos se enzarzaban en discusiones sin fin.
—Niñas, por favor —murmuró, cansada—. Los vecinos van a oír.
—¡Pues que oigan! —replicó Lola—. ¡Así sabrán lo maravillosa que es mi familia!
Carmen, la mayor, apretó los labios y apartó su plato con gesto teatral.
—Solo intentamos ayudarte —dijo con frialdad—. Pero si no quieres…
—¡No quiero consejos! ¡Vivo como quiero y punto!
Doña Carmen miró a sus hijas y pensó, una vez más, en lo distintas que eran. Carmen, a sus cuarenta y ocho años, impecable hasta para tomar café en casa de su madre. Contable en una empresa importante, casada con un arquitecto, su hijo en la universidad. La familia perfecta, al menos en apariencia.
Marisa, la del medio, treinta y nueve años, dulce y complaciente. Siempre mediando, siempre buscando contentar a todos. Trabajaba en una guardería, su marido era fontanero, dos hijos en el colegio. Vivían con lo justo, pero felices.
Y Lola, la pequeña, treinta y cinco años, pero con rabietas de adolescente. Siempre descontenta, siempre peleándose con alguien. Se casó tarde, a los treinta y dos, tuvo una niña, y ahora no hacía más que quejarse.
—Abuela, ¿dónde están las fotos del abuelo? —preguntó Pablo, el hijo de Carmen, asomándose al salón—. Quiero enseñárselas a Javi.
—En el álbum grande, en el estante —respondió Doña Carmen—. Pero con cuidado, no las rompas.
Pablo asintió y corrió hacia sus primos. Doña Carmen sonrió. Al menos los nietos alegraban la casa, no como sus hijas.
—Oye, ¿y si dejamos de discutir? —sugirió Marisa—. Hablemos de algo bonito.
—¿De qué cosa bonita? —espetó Lola—. ¿De lo perfecta que es Carmen? ¿Su piso en el centro, el coche nuevo, el hijo en la carrera…?
—¿Y qué tiene que ver mi piso? —se encendió Carmen—. Trabajo desde el amanecer para mantenerlo.
—Claro, trabajas —replicó Lola—. Yo no tengo tiempo para eso, con la niña pequeña.
—¡Lucía ya tiene cinco años! —estalló Carmen.
—¿Y para ti eso es mucho? ¡Tu Pablo a los diez años se hacía la cama solo!
Doña Carmen sintió que le estallaba la cabeza. Cada sábado, la misma escena. Sus hijas venían en teoría a compartir, pero todo terminaba en gritos.
—Niñas —dijo en voz baja—, vuestro padre no querría veros así.
Al mencionar a su padre, las tres callaron. Don Javier había muerto hacía tres años, y desde entonces, las reuniones se habían vuelto tensas, como si él hubiera sido el pegamento que las unía.
—Mamá, no —susurró Marisa.
—Sí —insistió Doña Carmen—. Él quería que os apoyarais. ¿Y qué hacéis vosotras?
Lola bajó la mirada y desmenuzó un pastelito. Carmen se arregló el moño y miró por la ventana.
—Mamá, no discutimos a propósito —dijo Marisa—. Es que… no sé… Somos distintas.
—¡Distintas! —bufó Lola—. ¡Carmen tiene el carácter de una maestra repartiendo lecciones!
—¡No doy lecciones! —protestó Carmen—. ¡Solo digo lo que pienso!
—¡Eso es! ¿Y quién te lo ha pedido?
Doña Carmen se levantó y se fue a la cocina. El caos reinaba: platos sucios, migas por el suelo, restos de comida. Abrió el grifo y empezó a fregar, intentando calmarse.
Tras ella, pasos.
—Mamá, déjame ayudarte —era Marisa.
—No hace falta.
—Vamos, entre cuatro será más rápido.
Marisa cogió un trapo y empezó a secar. Carmen apareció en la puerta.
—Mamá, perdón por lo de antes —empezó, pero Doña Carmen la cortó con un gesto.
—Bueno, ya estoy acostumbrada.
—No es que estés acostumbrada, es que nos aguantas —dijo Carmen—. Lo sabemos.
Lola entró sin decir nada y empezó a recoger las migas.
Durante un rato, trabajaron en silencio. Doña Carmen lavaba los platos y recordaba cómo todo había cambiado. Antes, cuando Javier vivía, los sábados eran una fiesta. Él contaba historias a los nietos, jugaba al ajedrez, y las hijas charlaban sin pelearse.
—Mamá, ¿te acuerdas cuando papá nos llevaba al parque los sábados? —preguntó Marisa de pronto.
—Sí —sonrió Doña Carmen—. Los columpios, los helados…
—Y cómo nos hacía fotos junto a la fuente —añadió Carmen—. Decía: “Niñas, sonreíd, que es para el recuerdo”.
Lola levantó la vista.
—¿Os acordáis cuando me subía a sus hombros? Era tan bajita que no llegaba a los columpios.
—Claro —asintió Doña Carmen—. Gritabas de alegría.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuánto echaba de menos a Javier.
—Abu, ¿por qué estáis todas aquí? —asomó Lucía, la hija de Lola—. ¿Me das una galletita?
—Claro, cariño —Doña Carmen le alcanzó el bote—. ¿Y los niños qué hacen?
—Pablo les enseña fotos del abuelo. Dice que era muy fuerte.
Lola se estremeció.
—¿Recuerdas al abuelo, Lucía?
—Un poco —la niña miró al techo—. Me llamaba osita y me daba caramelos.
—¿Osita? —Lola frunció el ceño—. ¿Por qué?
—No sé. Decía que era peludita como un osito.
Doña Carmen rio.
—Porque siempre estabas despeluchada. Tu padre decía: “Ya se despertó nuestra osita”.
Lucía se rio y volvió con los primos. En la cocina, el silencio se hizo más profundo.
—Sabéis, niñas —dijo Doña Carmen—, vuestro padre siempre decía que en una familia lo importante es no pelearse por tonterías. La vida ya es dura, ¿para qué hacérosla más difícil?
—Lo sabemos, mamá —susurró Carmen—. Pero a veces es difícil contenerse.
—¿Por qué? Sois adultas, cultas…
Carmen encogió los hombros. Lola seguía callada. Marisa retorcía el trapo.
—¿Será porque cada una cree que sus problemas son los más grandes? —dijo al fin Lola.
—Quizá —asintió Doña Carmen—. O porque habéis olvidado escucharos.
Desde el salón llegaron risas. Los nietos jugaban en armonía. ¿Por quéLas lágrimas rodaron por las mejillas de Doña Carmen mientras sus hijas, reconciliadas, se abrazaban en silencio, prometiendo honrar el legado de su padre manteniendo viva esa frágil llama de amor familiar que, al fin, había vuelto a brillar en sus corazones.