Sábado en compañía de seres queridos

Sábado en familia

—¡No me vengáis ahora con la dieta! —exclamó Lucía agitando el tenedor con un trozo de tarta—. ¡Ya sé que estoy gorda!

—Lucía, cariño, nadie te ha dicho eso —intentó calmarla su hermana Ana—. Es que Isabel quería compartir una receta…

—¡Pues que se lo guarde! —la interrumpió Lucía—. ¡Estoy harta! Todos los fines de semana es lo mismo: que si mi figura, que si el peinado anticuado, que si mi marido es un inútil…

Isabel suspiró hondo y dejó la taza de té sobre la mesa. Las reuniones familiares en su casa los sábados se habían convertido en una auténtica prueba. Las tres hijas habían venido con sus familias, los nietos correteaban por el piso, y los adultos, en lugar de charlar tranquilamente, se enzarzaban en otra discusión.

—Chicas, por favor, basta ya —dijo cansada—. Los vecinos van a oír.

—¡Que oigan! —siguió Lucía—. ¡A ver si así se enteran de qué familia tan maravillosa tengo!

Carmen, la mayor de las hermanas, apretó los labios y apartó su plato con gesto teatral.

—Solo intentamos ayudarte —dijo con tono glacial—. Pero si no quieres…

—¡No quiero vuestros consejos! ¡Vivo como vivo y estoy bien así!

Isabel miró a sus hijas y volvió a pensar en lo diferentes que eran. Carmen, a sus cuarenta y ocho años, era estricta, pulcra, siempre impecable incluso en casa de su madre. Trabajaba como contable en una gran empresa, casada con un ingeniero, y su hijo estudiaba en la universidad. La familia perfecta, al menos en apariencia.

Ana, la mediana, treinta y nueve años, era dulce y complaciente. Siempre intentaba mediar, contentar a todos. Trabajaba como educadora infantil, su marido era mecánico, y tenían dos niños en el colegio. Vivían con modestia, pero felices.

Y Lucía, la pequeña, treinta y cinco años pero con actitud de adolescente. Siempre descontenta, siempre peleándose con alguien. Se casó tarde, a los treinta y dos, tuvo a su hija, y ahora no hacía más que quejarse de la vida.

—Abuela, ¿dónde están las fotos del abuelo? —preguntó Javier, el hijo de Carmen, asomándose al salón—. Quiero enseñárselas a Pablo.

—En el álbum grande, en la estantería —respondió Isabel—. Pero cuidado, no lo rompas.

Javier asintió y salió corriendo con sus primos. Isabel lo siguió con la mirada y sonrió. Al menos los nietos daban alegrías, no como sus hijas.

—Oye, ¿y si dejamos de discutir? —propuso Ana—. Hablemos de algo bonito.

—¿De qué, precisamente? —soltó Lucía con sorna—. ¿De lo perfecta que es Carmen? ¿De su piso de tres habitaciones, su coche nuevo, su hijo en la universidad…?

—¡Qué tiene que ver mi piso! —saltó Carmen—. ¡Trabajo de sol a sol para tener esto!

—Sí, claro, trabajas —dibujó Lucía una sonrisa irónica—. Yo no tengo tiempo, con la niña pequeña…

—¡Sofía ya tiene cinco años, qué pequeña! —perdió la paciencia Carmen.

—¿Para ti cinco años es mucho? ¡Javier se vestía solo desde los diez!

Isabel sintió que le empezaba a doler la cabeza. Todos los sábados, lo mismo. Las hijas venían a su casa, supuestamente para pasar tiempo juntas, y acababan destrozándose los nervios.

—Chicas —dijo en voz baja—, vuestro padre no querría veros así.

Al mencionar a su padre, las tres hermanas callaron. Javier había fallecido tres años atrás, y desde entonces las reuniones familiares se habían vuelto tensas, como si él hubiera sido el pegamento que las unía.

—Mamá, no… —susurró Ana.

—Sí —respondió Isabel con firmeza—. Él quería que os apoyarais, que fuerais unidas. ¿Y vosotras qué hacéis?

Lucía bajó la mirada y desmenuzó el pastel en su plato. Carmen se arregló el pelo y miró por la ventana.

—Mamá, no discutimos porque queramos —dijo Ana—. Es que… no sé… somos muy diferentes.

—¡Diferentes! —bufó Lucía—. ¡Carmen tiene el carácter de querer mandar siempre!

—¡Yo no mando! —replicó Carmen—. ¡Solo digo lo que creo mejor!

—¡Eso es! ¿Y quién te ha pedido tu opinión?

Isabel se levantó y se marchó a la cocina. Era un caos: platos sucios en el fregadero, restos de comida, migas por el suelo. Abrió el grifo y empezó a lavar los platos, intentando calmarse.

Detrás de ella se oyeron pasos.

—Mamá, déjame ayudarte —era Ana.

—No hace falta, ya lo hago yo.

—Venga, entre las cuatro será más rápido.

Ana cogió un trapo y empezó a secar. Carmen entró detrás.

—Mamá, perdona por lo de antes… —empezó, pero Isabel hizo un gesto con la mano.

—No importa. Ya estoy acostumbrada.

—No es que estés acostumbrada, es que lo aguantas —dijo Carmen—. Lo vemos todos.

Lucía también asomó a la cocina, pero no dijo nada, solo empezó a recoger las migas de la mesa.

Durante un rato trabajaron en silencio. Isabel pensaba en cuánto habían cambiado las cosas. Antes, cuando Javier vivía, los sábados eran una fiesta. Él contaba historias a los nietos, jugaba al ajedrez con ellos, y las hijas ayudaban en casa mientras charlaban. Sin peleas, sin reproches.

—Mamá, ¿te acuerdas cuando papá nos llevaba al parque los sábados? —preguntó Ana de pronto.

—Claro —sonrió Isabel—. Nos subíamos a los columpios y nos comprábamos helados.

—Y cómo nos hacía fotos junto a la fuente —añadió Carmen—. Decía: “Sonreíd, que es para el recuerdo”.

Lucía levantó la vista.

—¿Y cuando me subía a hombros? Era la más pequeña y no llegaba a los columpios.

—Sí —asintió Isabel—. Te encantaba, gritabas de emoción.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuánto echaba de menos a su marido, sobre todo en momentos como este.

—Abuela, ¿por qué estáis todas juntas aquí? —Sofía, la hija de Lucía, asomó a la cocina—. ¿Me das una galleta?

—Claro, cariño —Isabel le alcanzó la jarra con galletas—. ¿Y los niños qué hacen?

—Javier les está enseñando fotos del abuelo. Dice que era muy fuerte.

Lucía se estremeció.

—¿Tú te acuerdas del abuelo?

—Un poquito —la niña frunció el ceño—. Me llamaba osita y me daba caramelos.

—¿Osita? —Lucía arqueó las cejas—. ¿Por qué?

—No sé. Decía que era esponjosa como un osito.

Isabel rió.

—Es que siempre ibas despeinada. Papá decía: “Ahí va nuestra osita recién levantada”.

Sofía soltó una risita y salió corriendo. En la cocina volvió el silencio.

—Sabéis, chicas —dijo Isabel—, vuestro padre siempre decía que en familia no hay que pelearse por tonterías. La vida ya es difícil, ¿para qué hacérosla más?

—Lo sabemos, mamá —Carmen habló en voz—Pero a veces se nos olvida —dijo Lucía, acercándose a su madre y abrazándola—, aunque hoy, gracias a ti, hemos recordado lo que realmente importa.

Rate article
MagistrUm
Sábado en compañía de seres queridos