Rosas Rotas: El Drama de Amor de Ana y Sergio
Elena Martínez irrumpió en el piso de su hija al amanecer, sus pasos resonaron en el silencio. Al ver a Ana en la cocina, con el rostro hundido entre las manos y los hombros temblorosos por el llanto, se quedó paralizada.
—Ana, ¿qué ha pasado? —su voz tembló de preocupación.
Ana no respondió, solo sollozaba sin control.
—Cariño, ¿algo le pasa al bebé? —insistió Elena, con el corazón encogido de miedo.
—No, mamá, el niño está bien —susurró Ana, secándose las mejillas húmedas.
—Entonces, ¿por qué lloras como si estuvieras en un velorio? —Elena dio un paso adelante, escudriñando el rostro de su hija.
Ana, incapaz de hablar, gritó con voz quebrada:
—¡Mamá, mira esto! —Le alargó el móvil, donde brillaba un mensaje.
Elena lo cogió con manos temblorosas, leyó el texto y se quedó petrificada, como alcanzada por un rayo.
Mientras tanto, Sergio, recién llegado de una larga ruta de trabajo, dejó su pesada maleta en el umbral de su casa en las afueras de Toledo. En sus manos, sujetaba un ramo de rosas rojas, las flores favoritas de Ana. Soñaba con sorprenderla, sin avisar de su regreso. El corazón le latía fuerte mientras imaginaba abrazarla, inhalar el perfume de su pelo y besarla como no lo hacía hacía meses. Pisando con cuidado para no delatarse, subió las escaleras y se detuvo al oír la voz de su suegra proveniente de la cocina.
—Ana, te lo he dicho mil veces, ¡mereces algo mejor! ¡Es hora de romper estas cadenas! ¡Basta de sufrir en silencio! —La voz de Elena era cortante, llena de determinación—. ¡Te ha agotado, pero tú sigues compadeciéndole! ¡No puedes seguir así! Créeme, será lo mejor para ti.
Sergio sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Las palabras de Elena le quemaban como hierro al rojo. Ana callaba, sin contradecirla, y ese silencio le destrozaba el alma. ¿De verdad creía que no era digno de ella? ¿Había estado sufriendo a su lado todo ese tiempo? El ramo de rosas tembló en sus manos. No entró. Calzó sus zapatos, cogió la maleta y, cerrando la puerta en silencio, se marchó, abandonando el hogar que creía suyo.
El pecho de Sergio se llenó de un vacío helado, como si el viento invernal se hubiera colado en su interior. No podía creer que su suegra, a quien siempre consideró cercana, lo despreciara tanto. Y Ana… Si ella ya había tomado una decisión, no le daría la oportunidad de abandonarlo primero. La amaba locamente, pero si era infeliz, la dejaría ir… por su felicidad.
Pasó la noche en casa de un amigo, dando vueltas a las palabras de Elena. Al amanecer, con el corazón en peso, escribió un mensaje a Ana: «He conocido a otra. No me esperes. Sé feliz. Adiós». Al enviarlo, sintió que algo se rompía dentro de él. Tomó el primer tren a Barcelona, decidido a borrar su pasado para siempre.
En Barcelona, cambió de número, borró todas las fotos de Ana para que los recuerdos no lo torturaran. Consiguió trabajo como conductor de autobús, alquiló una habitación minúscula y se sumergió en el trabajo. Llegaba tarde, exhausto, y caía en la cama para olvidarse en el sueño. Los días, semanas y meses pasaron así.
Ana, al recibir el mensaje en medio de la noche, no podía creer lo que leía. Lo repasó una y otra vez, las lágrimas arrasando su rostro. Había contado los días para su regreso, y él… la había traicionado. Cuando Elena la encontró llorando por la mañana, corrió hacia ella, alarmada.
—Ana, ¿qué te pasa? ¿Algo con el niño?
—No, mamá —sollozó Ana, entregándole el móvil.
Elena leyó en voz alta:
«He conocido a otra. No me esperes. Sé feliz. Adiós».
—¡Dios mío! —exclamó, llevándose una mano al pecho.
—Mamá, ¿por qué me hace esto? —Ana se deshizo en llanto—. Encontró a alguien más mientras estaba fuera. ¡Y yo… me quedé sola! ¿Cómo voy a seguir? ¡Y nuestro hijo! ¡Tanto que deseaba ser padre, y ahora nos abandona!
—No hables así —dijo Elena con firmeza, abrazándola—. Tienes una razón para vivir. Pronto serás madre. Es tu alegría, tu propósito. Saldremos adelante, yo te ayudaré. Él… no merece tus lágrimas.
Las palabras de su madre la calmó un poco. Aún amaba a Sergio, pero escondió sus sentimientos en lo más profundo, esperando que algún día regresara. Semanas después, dio a luz a un niño sano, al que llamó Álvaro. Era idéntico a su padre: los mismos ojos, el mismo pelo rubio rizado. Ana solía mirarlo y susurrar:
—Álvaro Sergio, mi pequeño, ¿tienes hambre?
El niño creció listo y alegre, llenando los días de Ana de felicidad. Cuando cumplió tres años, decidió visitar a su amiga Marta en Barcelona. Unos días después del viaje, fueron al zoo, subiendo a un autobús. Y allí, al volante, lo vio: a Sergio.
Ana se quedó inmóvil, el corazón enloquecido.
—¡Sergio! —escapó de sus labios.
Él se volvió, y sus miradas se encontraron. Por un instante, olvidó todo, mirándola con asombro.
—Hola, Ana —murmuró, recuperando la compostura.
No notó al niño que la agarraba de la mano hasta que Álvaro levantó la vista y preguntó:
—Mamá, ¿quién es?
—Es tu padre —respondió Ana con voz clara, para que Sergio la oyera, y bajó del autobús con su hijo.
Sergio se quedó de piedra. «Tu padre». Esas palabras resonaron en su cabeza. No podía creerlo. Detuvo el autobús, se disculpó con los pasajeros y salió corriendo tras ella. Cuando la alcanzó, la agarró del brazo.
—¿Es verdad? ¿Es mi hijo?
Ana asintió, los ojos brillantes.
—Nunca te mentí. Vuelve, te están esperando —indicó, señalando el autobús.
Sergio supo que ese no era el momento, pero no podía dejarla ir.
—Te esperaré aquí a las nueve. Por favor, ven.
En el zoo, Ana solo pensaba en Sergio. Su reacción la dejó aturdida. ¿Realmente creyó que habría tenido un hijo con otro? La razón le decía que lo olvidara, pero el corazón la arrastró a la cita. Esa noche, dejó a Álvaro con Marta y fue a la parada.
Sergio la esperaba bajo la lluvia, un paraguas en la mano. Al verla, corrió a cubrirla.
—Vamos ahí —propuso, señalando una cafetería cercana.
Se sentaron, pidieron té. El silencio era pesado hasta que Sergio habló:
—Ese niño… ¿es mío?
—Sí —susurró Ana—. Cuando te fuiste, estaba embarazada. Quería decírtelo, pero tú… ni siquiera me diste la oportunidad.
—Estuve en casa ese día —dijo Sergio con voz ronca—. Lo oí todo.
—¿El qué? —preguntó Ana, confundida.
—Volví antes, quería sorprenderte. Compré tus rosas. Pero escuché a tu madreOí que decía que merecías algo mejor, que yo te había hecho sufrir, y tú no dijiste nada… creí que habías tomado la decisión de dejarme.