Robados y huidos: cómo mi suegra y mi cuñada arrebataron el futuro a mis hijos
Siempre creí que la familia era un refugio. Que los tuyos no te traicionarían, ni te humillarían, ni menospreciarían tu dolor. Pero la realidad fue más fría que cualquier pesadilla. Mi suegra y su hija no solo arruinaron nuestras vidas; les robaron a mis hijos la posibilidad de un futuro feliz. Y lo hicieron con el aplauso silencioso de mi propio marido.
Cuando Adrián aún tenía un buen trabajo, mantuvo a su “adorada” madre y a su hermana sin pestañear:
—Mamá, no puedo pagar la comunidad…
—Hijo, no hay ni para el pan…
—Adrián, el coche no tiene gasolina…
—¡Lorena y yo queremos ir al teatro!
Corría hacia ellas como un perro fiel, siempre con euros en la mano, con sonrisas culpables. Al principio callé. Luego intenté hablar. Hasta que me cansé. Sobre todo cuando, tras mi segundo embarazo, a él… lo echaron.
En lugar de buscar trabajo —aunque no fuera tan bien pagado—, Adrián pasaba los días tirado en el sofá, quejándose de la “injusticia” y negándose hasta a pensar en un empleo temporal. “Mi experiencia es demasiado valiosa para eso”, decía.
Tuve que volver a trabajar antes de tiempo. Dejé a los niños con él. Tras una semana, justo cuando me adaptaba, empezaron las llamadas. Pero ya no a él, sino a mí. Mi suegra y Lorena habían encontrado “una nueva cuenta bancaria” a la que vaciar.
Exploté. Les dije que si necesitaban dinero, que trabajaran. El cuello que llevaban años montando ya estaba cansado. Claro, se quejaron a Adrián. Y él… en lugar de apoyarme, les abrió la puerta de casa.
Llegué del trabajo y ahí estaban: mi suegra y Lorena con maletas. Habían alquilado su piso “para tener ingresos”, según ella. Y ahora vivirían con nosotros. Tres bocas más. Con mi sueldo. Mi opinión, como siempre, no importaba.
Apenas entré, sin quitarme los zapatos, ya escuché:
—¡Ah, llegaste! ¿Y la cena?
Adrián me quitó el abrigo, susurrando:
—Cariño, no te enfades. Mi madre y Lorena están en apuros, solo será un tiempo. No las podemos abandonar, ¿verdad?
¡Un tiempo! Entré en la cocina y era el caos: los niños embadurnados de chocolate, platos sucios, ollas vacías. A mi hijo de un año le habían dado una tableta entera y ni siquiera le limpiaron las manos. Me hirvió la sangre.
Esa noche, todos trabajaron. Mi suegra peló patatas. Lorena fregó. Si querían vivir aquí, aprenderían a colaborar. Yo no era su sirvienta.
Pero los días pasaban y ellas no se iban. El dinero del alquiler lo gastaban en una semana y luego mendigaban. Si me negaba, empezaban los gritos, las lágrimas, los reproches. La paz se esfumó.
En mi cumpleaños, Lorena ni siquiera dijo “felicidades”. Mi suegra murmuró algo por compromiso. Nos fuimos a casa de mis padres. Allí recibí abrazos, un jersey tejido por mi madre… y un décimo de lotería.
Sí, como los de mi infancia. Me senté con mi hija, tachando números frente al televisor. ¡Y ganamos! Gritos, risas. Adrián, mudo. Mi suegra gruñó:
—Seguro que os equivocáis.
Pero no. Era real. Dinero suficiente para un colegio privado, una guardería de calidad. Esa noche soñé despierta con una vida nueva.
Hasta que, al amanecer… el silencio. Demasiado silencio. Recorrí las habitaciones: ni rastro de ellas. Faltaban cosas. Los papeles de Adrián. Y el décimo.
Lo entendí. Se habían escapado. Con nuestro premio.
Han pasado años. Vivo con mis hijas. Sin Adrián. Sé que malgastó el dinero en viajes y copas. Mi suegra está en una clínica, bebiendo su arrepentimiento. Lorena tuvo un hijo enfermo. A él le diagnosticaron cirrosis.
Y yo… sigo aquí. Con mis niñas. Con el corazón caliente. Sin traiciones.
A veces pienso: quizás fue mejor así. Robaron el dinero, pero no mi fuerza. No me quitaron lo importante: el amor por mis hijas y mi dignidad intacta.