Robadas y abandonadas: cómo mi suegra y mi cuñada arrebataron el futuro a mis hijos
Siempre creí que la familia era un refugio. Que los tuyos no te traicionarían, ni te humillarían, ni menospreciarían tu esfuerzo. Pero la realidad fue más cruel que cualquier temor. Mi suegra y su hija no solo arruinaron nuestras vidas—robaron a mis hijos la oportunidad de un futuro feliz. Y lo hicieron con el consentimiento de mi propio marido.
Cuando Javier aún tenía un buen trabajo, mantenían a su “adorada” madre y a su hermana sin rechistar:
—Mamá, tenemos deudas con la comunidad…
—Hijo, no hay dinero ni para comer…
—Javier, no puedo echar gasolina al coche…
—Las entradas para el teatro con Lourdes, ¿las compras, no?
Corría hacia ellas como un perro obediente, siempre con dinero, con atenciones, con una sonrisa culpable. Al principio callé. Luego intenté hablar. Y al final, me cansé. Sobre todo cuando, tras mi segundo embarazo, a él… lo despidieron.
En lugar de moverse, de buscar empleo—aunque no fuera tan bien pagado—Javier pasaba los días tirado en el sofá, quejándose de la “injusticia” y negándose a aceptar cualquier trabajo temporal. Alegaba que su valía era demasiado “alta” para las ofertas que recibía.
Tuve que volver al trabajo antes de tiempo. Dejé a los niños con él. Pasó una semana. Apenas me adaptaba al ritmo cuando empezaron las llamadas. Pero ya no a él, sino a mí. Mi suegra y su hija habían encontrado un “nuevo destino para el dinero”.
No lo soporté. Les dije que, si tanto necesitaban, que trabajaran. El cuello en el que habían vivido tan cómodas ya estaba cansado. Por supuesto, se quejaron a Javier. Y él… en vez de defenderme, las dejó entrar en nuestra casa.
Así, tal cual. Llegué del trabajo y ahí estaban, mi suegra y Lourdes, con sus maletas. Habían alquilado su piso—para “tener ingresos”, según dijo la suegra. Y ahora vivirían con nosotros. Tres personas más. Con mi sueldo. Mi opinión, claro, nadie la preguntó.
Entré, ni siquiera me había quitado los zapatos, y la suegra soltó:
—¡Ah, llegaste! Bueno, ¿y la cena?
Javier me quitó el abrigo y murmuró:
—Cariño, no te enfades. Mamá y Lourdes están en una mala situación, será solo un tiempo. No las podemos abandonar, ¿verdad?
Sí, “un tiempo”. Fui a la cocina y era un desastre. Los niños embadurnados de chocolate, todo sucio, cazuelas vacías, montañas de platos sin lavar. El pequeño, de un año, tenía las manos pegajosas y nadie se había molestado en limpiarlo. Me hervía la sangre.
Todos pagaron caro mi enfado. Al final, la suegra pelaba patatas y Lourdes fregaba. Si querían vivir conmigo, bienvenidas fueran las tareas. Yo no era su criada. Que se ganaran el techo.
Pero los días pasaban y aquellas “invitadas” no se iban. El dinero del alquiler lo gastaban en una semana y luego venían a mendigarme más. Si me negaba, empezaban los dramas, las peleas, los reproches. La paz se esfumó.
En mi cumpleaños, Lourdes ni siquiera me felicitó, y la suegra musitó algo por compromiso. Nos fuimos a casa de mis padres. Allí me esperaban palabras cálidas, un jersey tejido por mi madre… y un décimo de lotería.
Sí, un simple papel, como los de mi infancia. Me encantaba jugar. Me senté con mi hija, encendimos la televisión y empezamos a tachar números. Y de pronto—¡premio! Un premio real. Gritamos, reímos. Javier, atónito, y la suegra:
—Bueno, no cantéis victoria tan pronto. ¡Seguro que os equivocáis!
Lo verifiqué todo—no, era cierto. No una fortuna, pero suficiente para un colegio bueno para la mayor y una guardería privada para el pequeño. No dormí, imaginando cómo cambiaría nuestra vida.
Pero al día siguiente… la casa estaba demasiado silenciosa. Recorrí las habitaciones—ni rastro de la suegra ni de Lourdes. Faltaban algunas cosas. Los documentos de Javier. Y… el décimo premiado.
Lo entendí. Se habían escapado. Con el premio. Me robaron.
Han pasado años. Vivo con mis hijos. Sin Javier. Sé que lo perdió todo, lo malgastó en copas y viajes. La suegra está en una clínica, enganchada al alcohol. Lourdes tuvo un hijo con problemas graves. A Javier le diagnosticaron una enfermedad hepática.
Y yo estoy en mi casa. Con mis hijas. Con calor en el corazón. Sin traiciones.
A veces pienso: quizá fue mejor así. Se llevaron el dinero. Pero no me quebraron. No me quitaron lo importante—la dignidad, la fuerza y el amor por mis hijos.