Rivalidad: La batalla entre dos mujeres por la cima

Cuando Marta vio a los médicos de traje blanco, con sus carritos de emergencia, y a una joven mujer tirada inmóvil sobre ellos, sintió una mezcla de satisfacción y, luego, puro terror.

¿Estaría viva la que habían llevado al Hospital del Valle? Esa pregunta le hizo sudar frío. No quería nada de eso. Ni siquiera por su madre. Y los huesos rotos no estaban en su lista de cosas que hacer. Solo quería dar una lección. Castigar. Alejar a la rival del padre.

Los Gómez eran famosos mucho más allá del municipio. No una familia, sino un equipo sólido: Diego Gómez, su esposa Lidia y su hija Marta. Su establo La Leyenda era una parada obligatoria para los amantes del turismo rural. Diego, de origen andaluz, era un alma generosa. Lidia, su mano derecha y contable, mantenía todo bajo control, y Marta había crecido entre sillas de montar, conocía a cada caballo como a un hermano. Desde pequeña ayudaba en la cuadra y se lanzó al adiestramiento de doma con una determinación que dejaba a todos boquiabiertos.

El negocio familiar empezó como hobby del patriarca: Diego criaba un par de ponys en la granja de sus padres. A mediados de los noventa construyó, junto al pueblo de El Espinar, una amplia cuadra con pista cubierta y un gran corral. Poco después abrió una pequeña hostería. Añadió cinco caballos más y empezó a acoger a caballos particulares, contrató herreros, jinetes y entrenadores y lanzó el alquiler de monturas para los turistas que llegaban de Madrid, Barcelona o incluso del extranjero.

El servicio se hizo famoso entre los nuevos veraneantes de la zona y, por supuesto, entre los turistas. Marta vivía con su madre en un piso del centro de Segovia, pero los fines de semana se lanzaba a la granja, adoraba los caballos y, ya en séptimo de primaria, ayudaba a su padre a entrenar a los principiantes.

Al terminar la escuela, Marta no se metió a la universidad; dedicó toda su energía al negocio familiar. Conocía a sus caballos como a la palma de la mano: quién estaba de buen humor, quién tenía alguna dolencia, quién podía salir a los campos y quién se pondría cabezota.

Los altibajos no fueron pocos. En 2010 un incendio arrasó parte de las instalaciones y varios caballos fallecieron. Diego quedó devastado, pero Lidia, sin derramar una lágrima, aseguró que todo se levantaría. Y así lo hicieron, reconstruyendo de cero.

La tranquilidad se quebró cuando Lidia sufrió su primer ictus. Diego se volvió su sombra, su fiel apoyo. Tres meses después llegó el segundo golpe: quedó paralizada y no pudo volver a su apartamento. Diego no la abandonó; contrató cuidadoras, trajo medicinas caras, pero sus miradas se volvieron vacías y sus caricias mecánicas. La esperanza se apagó en sus ojos.

Marta observaba la relación formal de su padre con su madre y la detestaba. Creía que Lidia se recuperaría pronto; aún no tenía cincuenta años y pensaba que la familia volvería a ser la unión perfecta que siempre habían sido.

Todo se vino abajo de golpe.

Una tarde, Marta sorprendió a su padre en el granero con Inés, una mujer atractiva, segura de sí misma y cliente habitual del establo. El mundo de Marta se trastocó. Sentió una rabia tan intensa que, esa misma noche, se precipitó a la casa de su madre.

Esperaba encontrar en los ojos de Lidia el mismo dolor que ella sentía. En cambio, la mujer, reclinada en su silla de ruedas, soltó un suspiro:

Hija, cálmate. Lo sé.

¡¿Lo sabes?! exclamó Marta. ¿Y tú callas?

Él tiene 48 años, está lleno de energía, necesita compañía. Yo ya ves, ahora soy una carga para él. Que siga paseando, que no abandone el negocio. Yo lo perdono, por él, por nuestra familia. Y tú perdón por mí.

Marta no podía perdonarlo. Su padre la había criado con una visión rígida de los hombres, y a los 20 años todavía no había sentido una verdadera pasión.

La idea de que una mujer ajena se aprovechara de la vulnerabilidad de su padre y de la fragilidad de su madre la envenenaba. Recordaba cómo su padre había sido siempre atento y cariñoso con su madre. Concluyó que la culpable no era su padre, sino Inés. No había hombre que pudiera resistirse a su cola de sirena. Toda su indignación se volcó contra la rival.

La venganza se convertía en una idea obsesiva.

Sin embargo, la violencia directa no era su estilo. Decidió arrebatarle a Inés aquello que más apreciaba: su serenidad y control. Sabía que Inés, a pesar de su experiencia, temía parecer ridícula. Así que ideó un plan.

Aprovechó la excusa de presentar a Inés un nuevo caballo llamado Tormenta, que en realidad era un animal dócil y despreocupado. Durante varios días, Marta entrenó a Tormenta con señales sutiles que sólo ella percibía.

El día de la prueba, con el picadero repleto de espectadores, Marta montó un espectáculo. Mostró la resistencia de Tormenta y, cuando Inés tomó la silla, el caballo empezó a comportarse de forma caprichosa, pero no agresiva. No rebuznó, sino que se puso a hacer el tonto. Saltaba de un momento a otro, ignoraba las órdenes y realizaba saltos ridículos.

Inés, intentando mantener la dignidad, parecía más una jinete torpe que una profesional. El público no podía contener la risa. Al final, la mujer se puso nerviosa, se enfadó y cayó de manera poco elegante.

Diego no estaba ese día; había ido a visitar a su esposa en el centro de salud, y Marta se encargó de todo.

Una hora después del incidente, el padre llegó al establo y, sin perder tiempo, se dirigió al hospital donde habían llevado a Inés. Antes de marcharse, lanzó a su hija una mirada fulminante: Hablaremos después.

Cuando el adrenalina se disipó, Marta quedó sola en el picadero vacío, sintiendo más vacío que triunfo. No había querido herir a nadie; todo había sido una desafortunada coincidencia.

Diego regresó al amanecer. Esperó a que Marta bajara a desayunar. Su rostro estaba gris.

El sillín dijo en voz baja. Lo revisé. Lo han recortado. Y el comportamiento de Tormenta, todo me lo han contado ¿Te lo he enseñado?

Marta intentó explicarse:

¡Lo hice por vosotros! ¡Por mamá! ¡Para que se fuera!

¡Cállate! gritó Diego por primera vez en su vida. No lo hiciste por nosotros. Te creíste con derecho a ser juez. No sé si alguna vez podré mirarte sin horror.

Peor que las palabras del padre, fue el silencio de la madre.

Marta se acercó a Lidia, esperando al menos comprensión. Lidia la miró con ojos fríos y ajenos:

Te lo pedí. Que entendieras. Que perdonaras, como yo sé perdonar. Y tú trajiste al hogar el mal, un mal calculado y deliberado. ¿Creías que estabas salvando a la familia? La enterraste. Vete.

Al poco tiempo quedó claro que Inés estaba bien. Le sospecharon una lesión de columna y, durante dos días, no pudo moverse, pero fue sólo un susto; terminó con contusiones y una ligera conmoción. No se presentó a la corte; cada cliente, antes de montar, firma un documento estándar aceptando las normas de seguridad y renunciando a reclamaciones. Además, sólo Diego y Lidia vieron la grabación del accidente y supieron qué caballo y quién había provocado la caída.

La Leyenda sigue en funcionamiento, pero el alma se ha escapado.

Diego vive en una casita al borde del establo, sin hablar con su hija. Lidia se ha encerrado en sí misma; su silencio es una pared que Marta no puede escalar.

Marta habita sola en la casa vacía, mirando fotos familiares, convencida de que no merecía el trato de sus padres. Quería castigar a la mujer ajena para devolver todo como antes. Pero como antes ya no existe. La venganza es como ácido: gota a gota corroe todo a su paso. Ahora Marta solo puede lamentarse, pues en su ira creyó que la justicia tenía algo de crueldad.

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