Risas entre lágrimas

**Risas entre Lágrimas**

Valentina López dejó un plato de cocido madrileño frente a su nieta y se sentó enfrente, observando cómo Lucía removía los garbanzos con expresión dubitativa.

—¿No te gusta? —preguntó la abuela, aunque ya sabía la respuesta. La niña llevaba días frunciendo el ceño ante cada cucharada.

—Está bien —murmuró Lucía, sin levantar la vista—. Es que no tengo mucha hambre.

—Ah, claro, no tienes hambre —replicó Valentina, alargando las palabras—. Pero ayer te vi rebuscando en la nevera. ¿Buscabas los nuggets de pollo que compré, verdad?

Lucía suspiró y dejó el tenedor.

—Abuela, ¿otra vez? Ya te dije que está todo bien. Es que llego agotada del trabajo y no me apetece comer.

—Agotada, dice —Valentina meneó la cabeza—. A tu edad, yo después del trabajo regaba las macetas, lavaba a mano y planchaba. Y tú pasas el día sentada delante de un ordenador, ¡vaya cansancio!

La nieta se levantó de golpe, haciendo sonar el plato.

—¿Sabes qué, abuela? ¡Ya basta! Siempre lo mismo. O la comida no te gusta, o el trabajo no es suficiente, o mis novios no te caen bien. ¡Estoy harta!

—¡Vaya manera de hablarle a tus mayores! —se indignó Valentina—. ¿Así te crió tu madre?

—¡Mi madre no me crió para nada! —espetó Lucía, tapándose la boca al instante.

Un silencio denso llenó la habitación. Valentina se levantó con calma, recogiendo los platos con manos temblorosas, pero su voz era firme:

—Entiendo. O sea, yo tengo la culpa de todo. De acogerte cuando tus padres se separaron, de alimentarte, de preocuparme… También eso está mal.

—Abuela, no era eso lo que quería decir… —balbuceó Lucía, desconcertada.

—¿Y qué querías decir? —Valentina se volvió, y la joven vio el brillo de lágrimas en sus ojos—. ¿Que soy una vieja entrometida que no te deja vivir? Bueno, quizá tengas razón. Los jóvenes y los viejos no se entienden, lo sé.

Lucía abrió la boca, pero su abuela ya había salido hacia la cocina. El sonido del agua corriendo y los platos chocando entre sí llenó el aire. La joven, confundida, se retiró a su habitación.

Valentina lavaba los platos mientras lágrimas calientes resbalaban hasta el agua jabonosa. Le dolía el pecho. ¿De verdad se había convertido en una carga? ¿Todo lo que hacía por su nieta era visto como un reproche?

Recordó cuando Lucía llegó a su puerta con una maleta y los ojos hinchados, tres años atrás. Sus padres se divorciaron: su padre se fue con una secretaria, su madre se refugió en el vino. ¿Dónde más podía ir una chica de veinte años? Por supuesto, con su abuela. Valentina le dio la mejor habitación, cocinó, lavó y cuidó de ella.

¿Y ahora resultaba que todo eso sobraba? ¿Que su cariño solo molestaba?

—¡Valentina! —sonó una voz en el pasillo—. ¿Estás en casa?

La abuela se secó rápidamente las lágrimas y abrió la puerta. Era su vecina, Carmen Jiménez, con una bolsa en la mano.

—Pasa —dijo Valentina, forzando una sonrisa—. ¿Quieres un café?

—No, no, tengo prisa. Mi nieta vino de Madrid y trajo unos bombones —Carmen le tendió la bolsa—. Son de esos caros, de importación. Pensé en compartirlos.

—Muchas gracias —respondió Valentina, aceptando el regalo—. ¿Y tu nieta se queda mucho?

—Solo una semana. El trabajo no le da más tregua. Pero en cuanto llegó, lo primero que hizo fue visitarme —Carmen sonrió, radiante—. ¡Me trajo flores y un perfume! Dijo: “Abuelita, ¡cuánto te he echado de menos!”.

Valentina asintió, sonriendo por fuera, pero por dentro sentía un puño apretándole el corazón. La nieta de Carmen era cariñosa, agradecida. ¿Y la suya? Solo le daba quejas.

—¿Y tu Lucía? ¿Sigue trabajando? —preguntó Carmen.

—Sí, sí —respondió Valentina rápidamente—. Es una chica maravillosa, me ayuda en todo.

—¡Claro que lo es! Tan guapa e inteligente. Tienes suerte con ella —Carmen sonrió—. Bueno, me voy. ¡Disfruta los bombones!

Cuando la vecina se marchó, Valentina se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Mentir le dolía. Antes, en verdad se enorgullecía de Lucía, contaba a todos lo lista que era, lo bien que bailaba…

—Abue, ¿quién era? —asomó Lucía desde su habitación, con expresión culpable.

—Carmen. Trajo bombones —respondió secamente Valentina.

—Oye, ¿y si tomamos algo? Con estos bombones —Lucía se acercó—. Yo… quería pedirte disculpas. Dije tonterías.

Valentina, en silencio, encendió la cafetera. Lucía se sentó y dispuso los bombones en un platito.

—Qué bonitos —murmuró—. Con ese envoltorio dorado.

—Los trajo la nieta de Carmen —comentó la abuela, sacando las tazas—. Se preocupa por su abuela.

Lucía captó la indirecta y enrojeció.

—Abuela, por favor… Yo también te quiero. Es solo que… a veces siento que me regañas por todo. Como hoy con el cocido.

—¿Regañarte? —Valentina se volvió—. A mí me parece que me preocupo. Estás muy delgada, pálida… ¿No estarás enferma?

—No, no es eso. Es el trabajo, hay mucha presión. Tengo que entregar un proyecto y todos están histéricos.

Valentina sirvió el café y se sentó junto a su nieta.

—¿Por qué no me cuentas nada? Antes me hablabas de tu trabajo, de tus amigos… Ahora pareces una esfinge.

Lucía tomó un bombón, jugueteando con él.

—No sé… Pensé que no te interesaría. No entiendes de diseños digitales ni de programas…

—¡Pero inténtalo! —se quejó Valentina—. Quizá entiendo algo. No soy tan anticuada.

—No es eso, abuela. Es que… —Lucía respiró hondo—. Tengo problemas en el trabajo. Llegó un jefe nuevo, joven y ambicioso. Todo el mundo anda de punta. Y yo no sé ser adulona, así que me tiene entre ojos.

—¿Y qué hace?

—Todo le parece mal. O el proyecto no gusta, o no cumplo plazos, o no sé tratar con clientes. ¡Y llevo tres años trabajando bien!

Valentina escuchó atenta. ¡Así que por eso estaba su nieta tan irritable! No era por ella, sino por el trabajo.

—¿Hablaste con alguien? ¿Tus compañeros?

—Sí. Dicen que es su carácter. Se ensaña con todas, sobre todo con las mujeres. Cree que no servimos para el diseño.

—Imbécil —sentenció Valentina.

Lucía se rio.

—¡Abuela, qué palabras!

—¡Pero si es verdad! —Valentina levantó las manos—. ¿Qué clase de hombre menosprecia a una chica talentosa? ¡Tienes manos de artista! ¿Te acuerdas de los carteles que hacías en el instituto? ¡Eran una maravilla!

—¿Tú te acuerdas? —sonrió Lucía—. Participé en un—¡Claro que me acuerdo! —exclamó Valentina, abrazando a su nieta—. Y aunque el mundo se ponga patas arriba, siempre serás mi orgullo, mi Lucía.

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