Era mi primer trabajo como secretario del ingeniero jefe en una fábrica textil en la región de Extremadura. El ambiente era bullicioso, con obreros de todo tipo y generaciones diferentes. Cada jornada traía sus propios misterios, pero había una persona que destacaba. La llamaban por toda la fábrica “Lucía la Veloz”, aunque ya tenía sesenta y dos años. Nadie se atrevía a llamarla por su nombre completo, como el “de La Torre”, por respeto y costumbre.
Lucía se movía con la energía de un río. Sus tacones clavaban el acordejo del ritmo de trabajo, y su voz, potente y segura, dominaba incluso el fragor de las telas grabadas. Caminaba kilómetros diarios desde la oficina hasta el almacén sin cansarse. Era una luchadora incansable, miembro del comité sindical, y resolvía hasta los pleitos más acalorados con astucia. Decía frases que se convertían en refranes: “Si el río entra en la ciudad, será por algo”. Así lograba meterse en cualquier puerta y convencer hasta al más terco.
No siempre era popular. Llevaba vestidos alegres pero descolocados, labios pintados y uñas perfectas, pero su brutal franqueza desagradaba a muchos. No tenía amigas, y eso se notaba. Yo, como secretario, apenas la saludaba de paso, pero oía sus historias por el rumor de la fábrica.
Hasta que llegó el nuevo ingeniero, don Julio, ciente de mi avanzada edad—yo apenas tenía treinta y cinco años, pero él ni sesenta. Había llegado con una canasta de picos con patatas y chorizo, y su perfumado termo traía consigo el aroma de la hogaza y el aceite de oliva virgen. Me convidaba siempre, bromando: “Tú cara de estudiante, pues con mis bocatas”. Se mudaba conmigo al área de comidas y hablábamos mientras se desdibujaba el paisaje de la fábrica por la puerta corredera del comedor.
Don Julio nunca mencionó a su esposa, Isabel, hasta que un día, mientras compartíamos un bocadillo de jamón serrano, lo soltó: “Ella es mi cielo, aunque llevamos treinta años en la vida, y hace tiempo ya que de hijos ya no hablo”. Vaya que sí. Se contaba que a la señora Isabel, hija de una familia numerosa en Las Palmas, se le murió una niña en el parto por un defecto cardíaco. Luego vinieron los tres muchachos—dos ya con su empresa en Tenerife y otro, Víctor, que ahora parece un torero por cómo luce el pelo.
Pero don Julio no contaba todo. Un día, con el bote de guisantes y el aire de confesión, me explicó cómo enamoró a una jovencita argentina que trabajaba en la fábrica. “Isabel lo supo y casi pide el divorcio. Pero ahí la debo a una niña enferma… No la quería la madre, pero a mí sí me la dio”. Se calló, y yo tampoco dije nada. No parecía hora de preguntas.
Años más tarde, esa criada llegó a ser usuaria del comedor de la fábrica. Se llamaba Clara, y no salía de su asombro cuando veía a su padrastro con la cara de don Julio. “Vaya, pues con lo que le debe a la señora Isabel, la niña no se va a olvidar”, solía decir ella.
Yo, escuchador atento, admiraba a esa mujer. Pero no tuve oportunidad de conocerla de cerca hasta que llegó el día de la reunión. Lucía la Veloz entró en la secretaría como si fuera dueña del castillo. “¿Entonces, a don Julio no le gustan las visitas sorpresa?” preguntó con su energía conocida. Al ver su rostro, entendí: era su esposa.
Tras presentaciones, don Julio me dijo: “Eres muy amable, pero la que quieres conocer es a Isabel. Ven a la cena este viernes”. Acepté sin dudar.
Esa noche, en una casa de Guadalupe, multicolor y oledora de pimientos asados, conocí a la señora. Vino con pañuelo y sonrisa que alegraban todo. No era como la Lucía de la fábrica. Isabel escuchaba, intervenía con cuidado, y sirvió la cena con manos rápidas y una sonrisa que no se rompía.
Allí comprendí: lo que oculta una cierta firmeza no siempre es coraje, sino el peso de lo compartido. Aprendí que hay mujeres que no necesitan gritar para ser el centro, y que el perdón, si se construye con amor, tiene el sabor de los cogollos de alcachofa: amargo al primer bocado, dulce a la masticación.







