En un callejón olvidado del casco antiguo, donde las casas guardaban las huellas del tiempo como arrugas en el rostro de los ancianos, apareció un día un letrero extraño. Surgió de la nada, como un fantasma del pasado entretejido en la monotonía gris de lo cotidiano. “EL RINCÓN MISTERIOSO DEL RETORNO. Aceptamos lo perdido. Condiciones: individuales”. Las letras, descoloridas como quemadas por siglos de sol, parecían un eco de otro mundo. Sobre el vidrio empañado y polvoriento, se veían como el susurro de un sueño olvidado que aún inquieta el corazón.
Alberto había caminado por esa calle cientos de veces. Antes hubo una acogedora tienda de antigüedades, luego un bar de mala muerte con café barato, hasta que todo cayó en el abandono. La fachada se descascarilló, los cristales se cubrieron de un velo gris y los viejos rótulos se hundieron en el polvo. Alberto había dejado de fijarse en esa parte de la ciudad, como se deja de notar un dolor que se hace costumbre. Pero aquel día, el letrero le pinchó la mirada como una aguja clavada en una vieja herida que intentó olvidar.
Se detuvo. En el reflejo del cristal sucio vio su imagen: ojos cansados, cabellos con canas, una chaqueta raída. Su rostro era un mapa de pérdidas: arrugas como caminos que conducían a recuerdos que preferiría borrar. Ojos donde ya no quedaba fe en milagros. Un hombre que había perdido demasiado para creer en letreros misteriosos. Amor, confianza, su hija… todo se había ido, disuelto como humo. Incluso los recuerdos se desvanecían, perdiendo calor y aroma, volviéndose planos como fotos desteñidas.
Empujó la puerta. Cedió con un crujido leve, como si lo hubiera estado esperando. Dentro olía a libros viejos y peras maduras, un aroma de infancia escondido en algún rincón de la memoria. Tras el mostrador había una mujer, alta, con el pelo recogido en un moño y una mirada que penetraba más allá de la piel. No miraba a Alberto, sino algo dentro de él, como si viera las sombras de quienes había perdido.
“¿Qué se puede recuperar?”, preguntó, y su voz tembló como si hablara otro, un yo olvidado.
“Todo lo perdido”, respondió ella con calma. “Pero el precio siempre es distinto”.
Quiso reírse, apartar ese juego absurdo, pero sintió algo que se encogía dentro de él.
“Quiero recuperar ese día”, dijo en voz baja. “La última conversación con mi hija”.
Su rostro permaneció impasible, como si esas peticiones fueran habituales.
“Cuénteme”.
Alberto se dejó caer en una silla. El gesto fue pesado, como si cargara con el peso de todos sus errores.
“Discutimos. Por una tontería, como siempre. Ella quería irse a estudiar al extranjero, y yo… le dije que nos abandonaba, que traicionaba a la familia. Grité, la llamé egoísta, le reproché que no pensara en su madre, en mí. Ella calló y al final soltó: «Nunca has intentado entenderme». Yo cerré la puerta de un golpe. Se fue. Y una semana después… Ya no estaba. Un accidente. Desde entonces, vivo, pero es como si no respirara. Pienso: si la hubiera escuchado, abrazado, dicho que estaba orgulloso… Tal vez se habría quedado. Tal vez todo sería distinto”.
La mujer asintió, como si ya hubiera oído esa historia antes.
“El precio: olvidará todos los demás momentos con ella. Todos. Su risa, sus primeros pasos, las charlas mañaneras con el café, los viajes a la playa. Solo quedará ese día, reescrito como desea. Pero lo demás desaparecerá, como si nunca hubiera existido. No quedará ni el calor de su sonrisa ni el sonido de su voz. Solo una conversación”.
Alberto se quedó inmóvil. Sus manos temblaban, aferradas al borde del mostrador.
“Es como… arrancar parte del alma. No el cuerpo, sino el tiempo. Mi vida”.
“Así es”, dijo ella. “Pero tendrá lo que pide. Palabra por palabra. Todo como podría haber sido”.
Guardó silencio. Largo. Sus labios se movían, como si repasara escenas viejas: su risa de niña, el olor de su perfume, las discusiones en la cena. Luego se levantó, torpemente, como si se incorporara tras una caída.
“Gracias. Necesito pensarlo”.
Ella no lo detuvo. Solo dijo, mirando a la nada:
“Estamos abiertos hasta medianoche. Después, nos cerraremos. Para siempre. Y no volveremos a abrir, por mucho que lo suplique”.
Todo el día, Alberto vagó por la ciudad como un fantasma. Cada sonido, cada olor, era un fragmento del pasado. Una canción en un bar le recordó las veladas con su esposa. El olor a pan recién horneado, las tartas de su madre. Hasta la voz de un músico callejero resonó como un eco de lo perdido. Atrapaba trozos de conversaciones ajenas, y en cada palabra parecía haber algo que alguna vez supo y perdió.
Volvió a la tienda media hora antes de la medianoche. La puerta seguía abierta, como esperándolo.
“Cambié de idea”, dijo en el umbral. “Quiero otra cosa”.
La mujer alzó una ceja, y en su mirada asomó la sorpresa.
“¿Qué cosa?”.
“Quiero recuperarme a mí mismo. Al que era antes del dolor, del vacío, de sentir que cada paso es una batalla. Quiero saber otra vez cómo es vivir sin temer cada nuevo día”.
Calló durante mucho, demasiado tiempo. Luego se acercó, con pasos lentos, como si sopesara no solo sus palabras, sino su destino.
“Ese es el precio más alto”, dijo, clavándole los ojos. “Perderá todas las razones por las que esto le importaba. Todo lo que le hace ser usted, desaparecerá. Será ligero, pero vacío. Sin dolor, pero también sin sentido. Como una hoja arrastrada por el viento”.
“¿Y el dolor se irá?”, preguntó él con voz trémula.
“Sí. Y también todo lo que amó. Todo lo que le ata aquí, se disolverá. Será… nadie”.
Alberto se sentó. Apoyó las manos en las rodillas. Cerró los ojos. Dentro de él rugía una tormenta: recuerdos, culpa, amor, miedo.
Luego los abrió y murmuró:
“Me niego. Quiero conservar este dolor. Es todo lo que me queda de ella. Me destroza, pero está vivo. No quiero vacío”.
La mujer sonrió, por primera vez, cálida, como despidiéndose.
“Entonces no necesita retornos. Ya encontró lo que buscaba”.
Alberto salió a la calle. El letrero ya no estaba. En lugar de la puerta, había un muro ciego, como si la tienda jamás hubiera existido. Nada de peras, ni crujidos. Solo él, la ciudad nocturna y un viento frío que rozaba su rostro.
Pero dentro, algo había cambiado. No obtuvo lo que buscaba al venir. Pero halló lo que necesitaba. Y por primera vez en años, no se arrepintió de su elección.