Revestimiento Primaveral: Un Toque Fresco para Tus Espacios

**El Puente de la Primavera**

Por las mañanas, la escarcha se aferraba al río y las tablas del viejo puente crujían bajo los pasos. En el pueblo, la vida seguía su curso: los niños, con sus mochilas al hombro, corrían hacia la parada del autobús escolar; la anciana Valeria Martínez pisaba con cuidado, evitando las grietas entre las tablas en una mano llevaba una bolsa de tela con leche, en la otra, su bastón. Detrás, el pequeño Adrián, de cinco años, pedaleaba con seriedad en su triciclo, esquivando los huecos del camino.

Por las tardes, la gente se reunía frente al colmado: hablaban del precio de los huevos, del deshielo y de cómo había pasado cada uno el invierno. El puente unía las dos partes del pueblo: de un lado quedaban las huertas y el cementerio; del otro, la carretera hacia la capital comarcal. Pocos reparaban en él era parte del paisaje, como el aire que respiraban.

Pero esa primavera, las tablas chirriaron más fuerte. El viejo Santiago López fue el primero en notar una grieta junto a la barandilla la tocó y meneó la cabeza. Al regresar a casa, oyó a dos vecinas:

Está cada vez peor Dios no quiera que alguien se caiga.
¡Bah! Lleva ahí décadas

Las palabras flotaron en el aire frío de marzo.

Amaneció gris y húmedo. En un poste apareció un cartel plastificado: «El puente queda cerrado por decisión municipal debido a su estado ruinoso. Prohibido el paso». La firma del alcalde era clara. Alguien ya había doblado una esquina del papel para asegurarse de que era real.

Al principio, nadie lo creyó: los niños intentaron cruzar como siempre, pero volvieron una cinta roja y un letrero de «Prohibido el paso» les cortaban el camino. Valeria observó la cinta por encima de sus gafas, luego giró y buscó un rodeo por la orilla.

Esa tarde, una decena de vecinos se agolpó frente al colmado. Leían el cartel en silencio hasta que habló Javier Méndez:

¿Y ahora qué? Sin puente, no llegamos al autobús ¿Quién traerá los víveres?
¡Si alguien necesita ir al médico! Es nuestro único paso.

La inquietud crecía. Alguien sugirió cruzar por el hielo, pero ya se desprendía de la orilla.

Para el mediodía, la noticia corrió por todo el pueblo. Los más jóvenes llamaron al ayuntamiento:

Dicen que hay que esperar a una inspección
¿Y si es urgente?

Solo recibieron respuestas burocráticas: “prioridad la seguridad”.

Esa misma noche, convocaron una asamblea en el centro social. Casi todos los adultos asistieron abrigados contra el viento húmedo del río. Olía a té de termo; alguien se limpiaba las gafas empañadas con la manga.

Los murmullos comenzaron bajos:

¿Cómo llevaremos a los niños al colegio? La carretera está lejos.
Los camiones de comida vienen por la capital

Discutieron si reparar el puente ellos mismos o construir una pasarela. Recordaron otros años, cuando arreglaban juntos los daños de las riadas.

Tomó la palabra Antonio Navarro:

¡Podemos pedir permiso al ayuntamiento! Al menos para un paso provisional.

Isabel Ruiz asintió:

Si vamos todos, nos escucharán. Si no, esto se alargará meses.

Acordaron redactar una petición colectiva: anotaron nombres de quienes aportarían herramientas o mano de obra.

En dos días, una delegación viajó a la capital. Los recibieron con frialdad:

Cualquier obra en el río requiere autorización. Pero si presentan un acta firmada

Antonio extendió un papel lleno de firmas:

¡Aquí está! Denos permiso para la pasarela.

Tras deliberar, el funcionario accedió con la condición de seguir normas de seguridad. Prometieron clavos y tablas del almacén municipal.

Al amanecer, el pueblo entero sabía: había que actuar. Junto al puente viejo, apilaron maderas y clavos nuevos. Los hombres se reunieron al borde del río antes del alba: Antonio, con su vieja chaqueta, empezó a limpiar el acceso. Otros llegaron con hachas y alambres. Las mujeres no se quedaron atrás traían termos de café y guantes de lana.

El suelo estaba embarrado; las tablas se hundían al colocarlas. Cada uno hizo su parte: unos medían distancias, otros clavaban con martillos. Los niños recogían ramas para una hoguera les dijeron que no estorbasen, pero querían ayudar.

Los mayores observaban desde un banco. Valeria, envuelta en su chal, sostenía su bastón. Adrián, a su lado, preguntaba una y otra vez:

¿Cuándo terminarán?
Pronto, cariño respondió ella, sonriendo.

De pronto, una voz alertó:

¡Cuidado! Esta tabla resbala.

Cuando empezó a lloviznar, extendieron un toldo viejo para guarecerse. Bajo él, improvisaron una mesa: pan, latas de leche condensada, más café. Comían rápido, sin dejar de trabajar. A veces había que rehacer algo una tabla torcida, un apoyo que cedía. Antonio refunfuñaba, pero Javier proponía soluciones:

Sujétala así Será más firme.

Al mediodía llegó un técnico del ayuntamiento. Examinó la estructura:

No olviden poner barandillas. Especialmente para los niños.

Asintieron y añadieron una protección lateral. Firmaron los papeles sobre una rodilla la humedad pegaba el documento a los dedos.

Al caer la tarde, la pasarela estaba casi lista: tablones nuevos sobre pilares provisionales. Los clavos sobresalían aquí y allá. Los niños fueron los primeros en probarla Adrián, de la mano de un adulto, pisó con cautela. Valeria no le quitaba ojo.

Todos contuvieron el aliento al ver a los primeros vecinos cruzar. Al principio, iban despacio, escuchando cada crujido. Luego, más seguros. Al otro lado, alguien gritó:

¡Funciona!

La tensión se esfumó como niebla al sol.

Al anochecer, los que quedaron se reunieron junto a una hoguera. El humo rozaba el agua; olía a madera mojada y brasas. Hablaban sin prisa:

Ojalá algún día tengamos un puente nuevo.
De momento, esto basta. Los niños llegarán al colegio.

Antonio miró el río:

Si nos unimos, lograremos más cosas.

Valeria agradeció en voz baja:

Sin ustedes, yo no habría podido.

Una neblina fina ascendía del agua. La gente volvió a casa despacio, planeando la próxima faena comunal.

Al día siguiente, la vida retomó su ritmo: los niños cruzaban hacia el autobús; los adultos, sin miedo a quedar aislados. Una semana después, inspectores municipales elogiaron el trabajo y prometieron agilizar la reparación del puente original.

Los días se alargaban. Junto al río, se oía el piar de los pájaros y el golpe del agua contra los pilares. Los saludos eran más cálidos ahora todos sabían el valor de unirse.

Quedaban más tareas: arreglar caminos, construir un parque infantil Pero eso era otra historia. Nadie dudaba ya: juntos, podrían con todo.

*Hoy aprendí que un pueblo unido no solo levanta puentes, sino también esperanza.*

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