Yo temía no reconocerla. La última vez que Íñigo vio a Crisanta habían sido quince años; ahora tenían treinta, y él solo podía imaginar cómo sería ella en aquel pueblo de la provincia de Valladolid.
Seguramente tendrá tres hijos y un marido borracho pensó Íñigo con ira.
No se entendía por qué se enfadaba con Crisanta; al fin y al cabo él había sido quien se marchó, no ella.
La recibieron como si Íñigo fuera una estrella de cine, y eso le resultó incómodo. Entre los demás exalumnos no se veía a Crisanta, y él concluyó que, por suerte, aquello no le importaba: «¿Para qué me trae la nostalgia, si esa Crisanta no va a volver?».
Entonces la vio.
Crisanta tenía manos delgadas con delicadas venas azuladas, un rostro afilado como el de una zorrita, y su cabello rubio y esponjoso, siempre corto, quedaba sobre su cabeza como una amapola aplastada. A Íñigo le parecía muy guapa, y una vez, sin querer, la dijo en voz alta:
Qué bonita está Crisanta
Su compañero de clase, Pablo Gutiérrez, se rió y contestó:
¡Tú también dices tonterías! Mira a Araceli, qué largos son sus cabellos y qué lisa su piel. En cambio Crisanta está con granitos y pálida como una polilla.
Crisanta tenía de hecho unos granitos diminutos, pero a los ojos de Íñigo no le restaban nada. Aun así, aceptó el comentario:
Sí, supongo que sí.
No sabía cómo acercarse a Crisanta; ya no se hablaba con los chicos como antes y, si él se atrevía a hablarle, la primera que se burlaría sería Araceli con su novio imaginario.
La idea surgió cuando Pablo invitó a los chicos a su cumpleaños. Su piso no era tan grande como el de Íñigo y resultó apretado, pero la pasamos bien: la madre de Pablo preparaba adivinanzas, y después jugábamos con los Transformers que nos habían regalado los compañeros, el mayor de los cuales era Íñigo.
Mamá dijo él el día anterior al cumpleaños. ¿Puedo invitar a toda la clase?
¿A toda la clase? exclamó su madre. ¿Y dónde los vamos a poner?
¡Mamá, por favor!
Seguro que no vienen todos intervino su padre desde el pasillo. Prepara una mesa de picoteo, que no van a estar sentados en ella.
¿Y los familiares?
Los invito otro día dijo el padre, conciliador. Pero habrá que poner mantel, servilletas y siete platos
Así quedó decidido. Íñigo temía que Crisanta rechazara la invitación y no acudiera, sobre todo porque no tenía dinero para un regalo. Todos sabían que ella venía de una familia numerosa: su madre bibliotecaria y su padre borracho; los dulces solo los veía en fiestas y la ropa la heredaba de su hermana mayor. Por eso, cuando Íñigo se acercó a ella para invitarla, le soltó como quien recita un trabalenguas:
Quisiera pedirte un favor especial: ¿podrías dibujar una portada para un disco?
Crisanta no entendió y él le explicó que el perro había destrozado la cubierta del vinilo y que sólo le quedaba una funda blanca, que a él no le gustaba.
¿No tenéis un tocadiscos? preguntó desconfiada. Todos saben que el padre de Íñigo es dueño de una cadena de restaurantes y que en su casa sólo hay aparatos modernos.
Sí lo tengo replicó Íñigo. Pero a mí me gusta escuchar discos de vinilo. ¿Lo dibujas?
Crisanta sacaba cinco en dibujo y sus obras se exhibían tanto en la escuela como en ferias del barrio.
Vale, lo haré aceptó.
En el cumpleaños, mientras la mitad del grupo jugaba a la consola y el resto veía una película, Íñigo mostró a Crisanta, a Miguel y a dos chicas que se habían colado, su tocadiscos y los discos. Le gustaba escuchar a los Beatles, como su padre, y el perro, llamado Bola, había roto la portada de su álbum favorito.
Al principio Crisanta se aburría; un tocadiscos no sorprende a nadie, por mucho que sea raro, pero cuando comenzó la música se quedó inmóvil, estirada, escuchando concentrada como si fuera un desfile militar. Miguel se cansó y volvió al mando, y las chicas organizaron una discoteca improvisada. Otros se agolparon, se retorcían como electrocutados, mientras Crisanta permanecía sentada al borde de su cama, sin moverse.
Días después, Crisanta volvió y preguntó:
¿Me dejas escuchar el disco? ¡Te lo prometo!
Es del papá replicó Íñigo al instante. No los presta a nadie, pero puedes pasar a mi casa cuando quieras.
Qué raro, me da vergüenza dijo ella.
No es nada, como ponerse los pantalones al revés y dormir en el suelo, que la manta se cae bromeó Íñigo, imitando a su padre. Todo lo demás está bien, así que ven y lo escucharás.
Así nació su amistad, primero basada en el amor por una banda legendaria y después en algo más propio, sin trucos ni falsedades.
Íñigo, ¿de verdad te interesa esta chica? inquirió su madre. Ella apenas habla, te mira y asiente a cada palabra. Entiendo que a los hombres les gusten esas cosas, pero es demasiado. ¿Qué tienen en común? ¡Es pobre! Necesita un buen entorno, lo dice el consejo de la directora. ¡Deberías pasar al instituto!
Mamá, no quiero ir al otro extremo de la ciudad se quejó Íñigo. En mi escuela está bien, los profesores son decentes, y mi profesora de lengua dice que mi pronunciación y vocabulario son excelentes, algo que no todos tienen.
No era la primera vez que su madre hablaba del instituto y él siempre se negaba, no solo por Crisanta, sino porque realmente le gustaba su colegio.
Que la chica siga girando la cabeza dijo su padre. Eso pasa en la juventud.
¡Yo no estoy girando nada!
Íñigo se enfadó, sintió que le subían las orejas y se irritó aún más.
Ese pleito le dio casi un año de libertad; su madre, aunque ponía los ojos en blanco cuando Íñigo llevaba a Crisanta a casa, dejó de mencionar el instituto. En noveno curso, su madre entró al cuarto mientras él estudiaba la figura de Crisanta y, después de eso, todo cambió.
Al principio Íñigo pensó que era una ilusión, porque cuando Crisanta se escapó a casa, su madre no le dijo nada. Esa noche, cuando volvió su padre, todo estaba callado. Tres días después, su padre anunció:
Vamos a mudarnos a Madrid.
¿A Madrid? no entendió Íñigo.
Así es. Expando mi cadena de restaurantes y abriré uno allí. Además, tendrás que seguir estudiando, no aquí, sino en Madrid, donde la competencia es feroz. Ya he arreglado el instituto y los tutores.
No iré dijo Íñigo.
¿Y a dónde te vas a ir?
No había salida. Crisanta, al enterarse, lloró; él le prometió terminar el curso y venir a buscarla. Crisanta, con voz de adulta, suspiró:
Nunca volverás
Al despedirse, le entregó el mismo vinilo cuya portada ella había dibujado, y con esa canción se besaron por primera vez.
Resultó evidente que la idea de mudarse a Madrid venía de su madre. Íñigo se sintió traicionado, también por su padre. Cuando en décimo curso un compañero se fue a Londres, dijo a su padre:
Yo también quiero ir a Londres.
Su madre comenzó a llorar, a lamentarse, sin querer dejarlo ir. Íñigo recordaba a su hermano mayor, que había nacido con una enfermedad cardíaca y murió al año, y a su madre, que tardó mucho en volver a quedar embarazada; comprendía que ella temía perderlo, aunque lo miraba con cierta satisfacción amarga.
En Londres le gustó la ciudad. Visitó todos los lugares emblemáticos de sus ídolos, empezó a fumar, cambió el peinado y rotaba parejas cada semana. Quería olvidar a Crisanta y buscó chicas de otro tipo, pero ninguna duraba.
Al volver a España ayudó a su padre en los restaurantes. Para entonces había tenido dos relaciones más o menos duraderas: una con una griega que se aferraba a él como una garrapata, y otra con una compañera de universidad, Jane, pálida y de cabellos rubios y esponjosos.
Su madre, una vez de regreso, empezó a buscarle novias apropiadas; Íñigo casi no volvía a su casa, viviendo en el piso que su padre le regaló cuando cumplió mayoría de edad. Su madre se ofendía, le llamaba y él no contestaba. Su padre le pidió que fuera más amable y él respondió:
¿Quería ella que fuera exitoso? Lo soy. Pero casarme con ella no será posible, que se lo digan a los cuatro vientos.
Cuando Miguel le escribió, Íñigo tardó en reconocerlo; la foto de perfil no coincidía con el recuerdo. Al aclararlo, se alegró y aceptó la invitación a la reunión de antiguos alumnos, aunque no había sido él quien la organizó.
Ella lo miró sonriendo, sin rencor, a diferencia de él.
Hola forzó él. No has cambiado nada.
Era cierto: Crisanta seguía delgada, pálida, con esas venas azuladas. Sólo el pelo había crecido un poco.
Desde entonces Íñigo dejó de prestar atención a otras. Conversaban y conversaban. Crisanta estaba casada, pero ya divorciada, y tenía un hijo de diez años llamado Íñigo. Al oír su nombre, él se sonrojó, pero le agradó.
Vámonos juntos dijo de pronto, aunque sabía lo ridículo que sonaba. Lleva a tu hijo y vamos a Madrid, que es mejor que aquí.
Sigues soñando respondió ella con melancolía.
¿Eso significa que me dices que no?
Crisanta no contestó y se dirigió a su habitación. Él no supo detenerla, no encontró palabras para convencerla de quedarse.
Yo iré contigo sonrió Araceli. ¿En qué hotel te quedas?
En el Central, por supuesto.
Déjame acompañarte dijo con picardía.
Íñigo no preguntó más. Llamó un taxi y se fueron.
Al tocar la puerta, pensó que era el servicio de limpieza o algo así, y se sorprendió por la hora. «Quizá se han equivocado», se dijo.
En el umbral estaba Crisanta, con el mismo vestido, el pelo recogido en una coleta, el ceño fruncido de ira.
¿Y dónde está ella?
¿Quién?
¡Araceli! ¿Primero se llevó a mi marido y ahora te viene a molestar a ti?
Íñigo soltó una risa.
No hay ninguna Araceli aquí. Si quieres, ve a buscarla.
Se hizo a un lado, Crisanta entró, se miró, se calmó un poco y se sentó en una silla.
Me llamó Yuliana y me dijo que se fueron juntos.
Yo la llevé en taxi a su casa, como un caballero, y eso es todo.
¿Ni siquiera se besaron?
Le levantó las manos y, en tono bromeante, dijo:
¡Yo no soy culpable!
¿Qué pasa? Sus labios son de silicona y tiene… otras cosas.
Yo no vine por eso replicó Íñigo.
¿Entonces para qué? ¿Para verme, después de quince años, cumplir una promesa?
¿Esperabas que yo…? dijo ella.
¡Qué dolor! ¡Me olvidaste al día siguiente!
Pues yo también te he recordado poco.
¿Entonces me voy?
Vete. Pero ¿Escuchamos el disco primero?
¿El disco?
Claro. Traje el tocadiscos.
Crisanta entrecerró los ojos, lo miró con una sonrisa irónica y preguntó:
¿Me has olvidado, pero has traído el tocadiscos?
Así parece.
Cogió la bolsa que había dejado en la entrada, sacó algo y se lo entregó a Íñigo.
Era el mismo vinilo cuya portada ella había reescrito y que él le había regalado al despedirse.
¿Me olvidaste al día siguiente y sin embargo guardaste el disco todos estos años? bromeó Íñigo.
Ella se encogió de hombros. Él sacó el disco del sobre, lo rozó con delicadeza, sin una sola rasguadura, lo colocó en el tocadiscos y lo puso a sonar.
Sin decir nada, se acercaron: él puso una mano en su cintura, ella en su hombro. Giraron lentamente, como en el baile de graduación que nunca tuvieron. Las mejillas de Crisanta se ruborizaron, el corazón de Íñigo latía como después de una maratón. El tiempo dejó de existir; ya no importaba el porqué de la promesa incumplida ni el rechazo a viajar. «All You Need Is Love» salió del altavoz y, juntos, recordaron que, al fin y al cabo, eso es lo único que importaba.







