Tenía miedo de que no la reconociera. La última vez que Íñigo vio a Leire tenían quince años; ahora tenían treinta, y él solo podía imaginar cómo sería ella en aquel pueblo de la provincia.
Seguramente tendrá tres hijos y un marido borracho pensó Íñigo con amargura.
¿De dónde venía esa ira hacia Leire? Él era el que se había marchado, no ella.
La recibieron como si Íñigo fuera una celebridad, algo que le resultó incómodo. Leire no aparecía entre los demás exalumnos, y él decidió que mejor así: ¿para qué aferrarse a una nostalgia tonta? ¡No necesitaba a esa Leire!
Y entonces la vio.
Leire tenía manos delicadas con finas venas azuladas, un rostro afilado como el de una zorrita, y unos cabellos rubios y esponjosos, siempre cortos y recogidos en una pequeña melena que recordaba a un diente de león aplastado. A Íñigo le pareció increíblemente bella y, sin querer, soltó en voz alta:
Qué Leire más guapa…
Su compañero de clase, Pablo Giménez, se rió y replicó:
¡Otra vez con tus piropos! Mira a Araceli, qué larga es su melena y piel tan lisa. En cambio Leire tiene granitos y está pálida como una polilla.
Leire tenía, en efecto, algunos granitos, pero a los ojos de Íñigo no le restaban nada. Con el amigo aceptó:
Sí, claro.
No sabía cómo acercarse a Leire; las chicas ya no hablaban con los chicos como antes, y si él se acercaba y hablaba, Araceli sería la primera en lanzar algún piropo de novio y novia.
Pablo le dio una idea cuando invitó a todos los chicos a su cumpleaños. Su piso no era tan amplio como el de Íñigo, y estaban apretados, pero la pasaban bien: la madre de Pablo inventaba adivinanzas, y después jugaban a los Transformers que les había regalado la clase, con Íñigo como el más grande.
Mamá le dijo el día anterior a su cumpleaños, ¿puedo invitar a toda la clase?
¿A toda la clase? exclamó la madre. ¿Y dónde los vamos a meter?
¡Por favor, mamá!
Ya vamos a quedar todos en casa, intervino el padre desde otra habitación. Haz una mesa de aperitivos y deja que se revuelvan, que no van a sentarse a la mesa.
¿Y los familiares?
Los veré otro día propuso el padre. Y habrá mantel, servilletas y siete platos
Así lo decidieron. Íñigo temía que Leire rechazara la invitación y no asistiera, sobre todo porque no tenía dinero para llevar regalo. Todos sabían que venía de una familia numerosa, su madre bibliotecaria y su padre borracho; los dulces los veía solo en fiestas y su ropa la heredaba de su hermana mayor. Cuando Íñigo se acercó a Leire para invitarla, le soltó como quien recita un trabalenguas:
Quisiera pedirte un favor especial: ¿podrías dibujar una portada para un disco?
Leire no entendió y él explicó que su perro había destrozado la cubierta del vinilo y que solo tenía una portada blanca, lo que le desagradaba.
¿No tenéis tocadiscos? preguntó desconfiada, sabiendo que el padre de Íñigo era dueño de una cadena de restaurantes y que en casa había lo último en tecnología.
Sí lo hay despachó Íñigo, pero prefiero los discos de vinilo. ¿Los dibujas?
Leire sacó un diez en dibujo y sus obras se exhibían tanto en la escuela como en exposiciones del barrio.
Vale, lo haré aceptó.
En la fiesta, mientras la mitad de los chicos jugaba a la consola y la otra mitad veía una película en el videograbador, Íñigo mostró a Leire, a Miguel y a dos chicas que se habían colado, su tocadiscos y los discos. Escuchaba de todo, pero su favorito eran los Beatles, al igual que su padre, y su perro, llamado Croissant, había roto la portada del álbum.
Al principio Leire se mostró escéptica: un tocadiscos no sorprenderá a nadie, aunque fuera poco común, pero cuando empezó a sonar la música se quedó inmóvil, estirada como una estatua, escuchando concentrada como si fuera un desfile militar. Miguel se cansó y volvió a la consola; las chicas organizaron una minidiscoteca, mientras el resto se retorcía como electrocutado, y Leire permanecía sentada al borde de la cama sin moverse.
Días después, Leire volvió y preguntó:
¿Me dejas escuchar el disco? Te lo prometo, ¡te lo aseguro!
Son de mi padre replicó Íñigo al instante. No permite que los preste, pero puedes venir a mi casa a escucharlos cuando quieras.
Qué incómodo, se sonrojó Leire.
¡Más incómodo es ponerse los pantalones al revés y dormir en una repisa! parodió Íñigo, imitando al padre. Todo lo demás es cómodo, así que no lo pienses, ven y escucha.
Así nació su amistad, primero cimentada en el amor por un grupo legendario y después en una conexión genuina, sin trucos ni artimañas.
Íñigo, ¿de verdad te interesa esta chica? se preguntó la madre. Es muda, sólo te mira a la boca y asiente. Entiendo que a los hombres les gusta eso, pero es demasiado. ¿Qué tienen en común? ¡Es una pobre! añadió. Necesitas un entorno correcto desde pequeño, ¡deberías pasarla al instituto!
Mamá, no quiero ir al otro extremo de la ciudad sollozó Íñigo. Me gusta mi colegio, los maestros son buenos, la profesora de lengua dice que tengo una pronunciación excelente y un vocabulario amplio; no se consigue en todas partes.
La madre había mencionado el instituto más de una vez, pero Íñigo no quería cambiar, y no solo por Leire: la escuela le gustaba de verdad.
Que una chica se vuelva loca comentó el padre. Es cosa de jóvenes.
¡Yo nada estoy enloqueciendo!
Íñigo se enfadó, sintió que sus orejas se ruborizaban y el enojo aumentó.
Ese intercambio le dio casi un año de libertad; su madre ponía los ojos en blanco cuando él llevaba a Leire a casa, pero dejó de hablar del instituto. En noveno de primaria, la madre entró al cuarto mientras él examinaba con detalle la figura de Leire, y todo cambió.
Al principio Íñigo pensó que era un sueño, pues cuando Leire se fue a casa su madre no le dijo nada. Esa noche, el padre llegó en silencio. Tres días después, el padre anunció:
Vamos a mudarnos a Madrid.
¿A Madrid? no entendió Íñigo.
Así es. Tengo planes de abrir un restaurante allí. Además, pronto tendrás que estudiar en la capital; la competencia es feroz y hay que prepararse. Ya hablé con el instituto y encontré tutores.
No voy dijo Íñigo.
¿Y a dónde irás?
No había a dónde ir. Leire, al enterarse, lloró; él le prometió terminar los estudios y venir a buscarla. Leire, con voz adulta, suspiró:
Nunca volverás
Al despedirse, Íñigo le entregó el disco cuya portada ella había dibujado; fue bajo esas notas que se dieron su primer beso.
Resultó evidente que la idea de mudarse a Madrid venía de la madre. Íñigo se sintió traicionado, también con el padre. Cuando en décimo de secundaria un compañero se fue a estudiar a Londres y dijo al padre:
Yo también quiero ir a Londres.
La madre empezó a lamentarse, a gritar que no lo dejaba ir solo. Íñigo recordaba a su hermano mayor, nacido con una enfermedad cardíaca y fallecido a los ocho años, y a la larga espera de su madre para volver a quedar embarazada; comprendía su miedo a perderlo, aunque a veces lo miraba con cierta satisfacción.
En Londres le gustó. Recorría los lugares emblemáticos de sus ídolos, empezaba a fumar, cambiaba de peinado y de chicas cada semana. Quería olvidar a Leire y buscaba chicas de otro tipo, pero ninguna le duraba.
Al volver a España ayudó a su padre en los restaurantes. Para entonces había tenido dos relaciones largas: una con una griega que se aferraba a él como una pulga y otra con una compañera de universidad, Jane, pálida y de cabellos rubios como la nieve.
Al volver, su madre empezó a buscarle parejas adecuadas, y Íñigo casi no volvía a casa, viviendo en el piso que su padre le regaló al cumplir los dieciocho. La madre lo llamaba, él no contestaba. El padre le pidió que fuera más comprensivo, a lo que Íñigo respondió:
¿Querían que fuera exitoso? Lo logré. Pero casarme con ella no será posible, que se lo marquen en la frente.
Cuando Miguel le escribió, Íñigo no reconoció al instante al de la foto de perfil; pero al aclararlo, se alegró y aceptó la invitación a la reunión de antiguos alumnos, aunque no había sido él quien la organizó.
Leire lo miró con una sonrisa y no mostró la menor ira, a diferencia de Íñigo.
Hola dijo él forzando una sonrisa. No has cambiado nada.
Era cierto: Leire seguía delgada, pálida, con esas venas azuladas. Sólo su pelo había crecido un poco.
Desde entonces Íñigo dejó de prestar atención a otros. Conversaban sin cesar. Leire estaba casada, pero divorciada, y tenía un hijo de diez años llamado Ignacio, idéntico a Íñigo. Al oír su nombre, Íñigo se sonrojó, pero le agradó.
Vamos conmigo propuso de pronto. Lleva a tu hijo y ven a Madrid, que allá todo es mejor.
Sigues soñador repuso ella tristemente.
¿Eso significa que me dices que no? preguntó él.
Leire no respondió. Se volvió a su casa. Íñigo no supo detenerla, no encontró palabras para convencerla de quedarse.
Yo iré contigo sonrió Araceli. ¿En qué hotel te alojas?
En el Central, por supuesto.
Déjame acompañarte dijo bromista.
Íñigo no lo dudó. Llamó a un taxi y se marcharon.
Cuando tocaron la puerta, pensó que sería el servicio de limpieza, pero la madrugada los sorprendió. «Tal vez se han equivocado», se dijo.
En el umbral estaba Leire, con el vestido del mismo corte, el pelo recogido en una coleta, la nariz inflada por la ira.
¿Y dónde está ella?
¿Quién?
¡Araceli! ¿Primero se llevó a mi marido y ahora a ti?
Íñigo se rió.
No hay ninguna Araceli aquí. Ve a comprobarlo si quieres.
Se hizo a un lado, Leire entró, se calmó un poco y se sentó en una silla.
Yulia me llamó y dijo que se fueron juntos.
Yo la llevé en taxi a su casa, como todo un caballero, y punto.
¿Ni siquiera se besaron?
Él alzó las manos y exclamó en tono burlón:
¡Inocente!
¿Qué? Sus labios están rellenos y
No vine por eso respondió Íñigo.
¿Entonces por qué? ¿Para vernos? ¿Recordar una promesa de quince años?
¿Tú esperabas que?
¡Me olvidaste al día siguiente!
Yo también te olvidé un poco.
¿Me voy, entonces?
Adelante. Pero ¿Qué tal si escuchamos el disco primero?
¿El disco?
Sí. Traje el tocadiscos.
Leire entrecerró los ojos, lo miró con sorna y preguntó:
¿Me has olvidado, pero trajiste el tocadiscos?
Exacto.
Sacó la bolsa que había dejado en la entrada, extrajo algo y se lo entregó a Íñigo.
Era el mismo disco cuya portada ella había recreado y que él le había regalado al despedirse.
¿Me olvidaste al día siguiente, pero guardaste el disco todos estos años? bromeó Íñigo.
Leire se encogió de hombros. Él sacó el vinilo del sobre, lo acarició con delicadeza estaba impecable, lo colocó en el plato y lo puso a sonar. La habitación se llenó de música.
Sin decir nada, se acercaron el uno al otro: él puso su mano en su cintura, ella en su hombro. Giraron lentamente, como en el baile de graduación que nunca tuvieron. Las mejillas pálidas de Leire se ruborizaron, el corazón de Íñigo latía como en una maratón. El tiempo se detuvo; no importaba por qué había roto la promesa ni por qué ella dijo que no iría con él. «All You Need Is Love» resonó del tocadiscos y ambos comprendieron que, al final, el amor y los pequeños gestos son los que realmente nos unen.







