**Diario personal:**
Qué situación tan incómoda.
—¿Quiere decir que es su esposa?
—En el sentido más literal. Al menos, legalmente. Hasta podría enseñarle el sello del pasaporte. El certificado de matrimonio no lo llevo encima, lo siento —dijo la mujer, sosteniendo con una mano su pronunciado vientre.
***
—Hija, la semana que viene me voy de turno a la obra. Allá la cobertura es mala, así que no me pierdas de vista —dijo Alejandro Martínez.
—Por el gato no te preocupes, vendré a darle de comer y limpiar su arena —murmuró Lucía, sin levantar la vista del móvil.
—Sobre el gato… —vaciló Alejandro—. No te molestes, hija. Para qué venir hasta este barrio después del trabajo solo por alimentar a un felino. La vecina del rellano, que la conozco bien, pasará de vez en cuando a ver a Bigotes.
—Te noto raro, papá —se rio Lucía—. Tu vecina resulta ser una altruista. Le da de comer al gato, compra leche de camino y hasta recoge medicinas después del trabajo. Vaya suerte has tenido.
—Sí, mucha suerte…
A Alejandro le invadió la vergüenza de estar mintiendo de nuevo a su hija. Frunció el ceño y desvió los ojos para ocultar su inquietud. «No sospecha nada, solo bromea», pensó.
…Alejandro y la madre de Lucía llevaban siete años divorciados. Fue una separación amistosa, sin peleas. Simplemente, el amor se había apagado. Hablaron con su hija y, con la conciencia tranquila, iniciaron el divorcio. Lucía lo aceptó, pero con la condición de que seguirían celebrando juntos las fiestas familiares. Todos estaban conformes.
—Así que… ¿soy tu vecina? —dijo Olga con una sonrisa pícara.
—No se me ocurrió otra cosa… —Alejandro bajó la mirada, avergonzado.
—Sí, llamarme tu esposa debe ser muy complicado, claro.
—Olga, no te ofendas.
—Soy una mujer adulta, Ale. Pero no entiendo hasta cuándo seguiremos con este gran secreto.
—No lo sé… ¡No lo sé! ¿Y si no lo entiende? Recuerdo que de pequeña temía que uno de nosotros se fuera. Preguntaba si la abandonaríamos. Siento que la traiciono.
—Mira, no me meto en tu relación con tu hija, pero en dos meses tendrás dos hijas. Y tendrás que tomar una decisión de hombre. ¿Entiendes? No te obligo a elegir, Dios me libre, pero ¿cómo piensas ocultar a una recién nacida?
—¡Lo resolveré! —dijo Alejandro, aunque en realidad no tenía idea de cómo hacerlo.
Conoció a Olga poco después del divorcio. Al instante supo que era ella. Pero no se atrevió a confesarle a su familia por miedo a que Lucía lo rechazara o que su ex mujer interfiriese en su relación.
Al principio le preocupó la diferencia de edad —diez años menos—. Luego, que se casaran en secreto. Después, que Olga quedara embarazada. Pero el parto se acercaba, y con él, la verdad. «Ya encontraré el momento adecuado», se consolaba.
Alejandro evitaba que Lucía supiera de su nueva esposa. Rehuía las visitas o las hacía en sitios neutros. Y Lucía, como cualquier joven, se burlaba de la «misteriosa vecina».
Esa mañana, al volver del trabajo, Lucía decidió visitar a su padre sin avisar. Nadie abrió la puerta. Tampoco contestó el teléfono. Preocupada, salió del edificio. No podía haberse equivocado: él le había escrito que iba camino a casa. «Estará ocupado», pensó.
—Se llevaron a Alejandro al hospital —dijo una voz desconocida.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Adónde? —Lucía se sobresaltó.
Era una vecina, que asomada por la ventana, le contó cómo había visto llegar a Alejandro con una maleta y, media hora después, una ambulanca se lo llevaba.
—Por lo que oí, es cardiología. Iba caminando, gracias a Dios. ¡No lo llevaron en camilla! —razonó la anciana—. La reconocí en seguida, eres su hija.
—¿Hace mucho?
—Una hora.
Lucía ya no escuchaba. Temblando, sin saber qué hacer, pensó: «Cardiología es el corazón… pero él nunca tuvo problemas».
—Llama al 112 —sugirió la vecina—. A lo mejor te dicen adónde lo llevaron.
Lucía marcó con dedos temblorosos y, al rato, una operadora le dio el nombre del hospital. Tomó un taxi, ahuyentando los peores pensamientos. El móvil de Alejandro seguía sin respuesta.
—Por favor, me han dicho que aquí ingresaron a mi padre —dijo al llegar, casi llorando.
—Si ya está registrado, lo compruebo —respondió una recepcionista con calma—. ¿Hace cuánto?
—No lo sé… Una vecina me avisó. Por favor, ayúdeme.
—Un momento. Nombre y apellido.
—Martínez Alejandro, nacido el 12 de marzo de 1973…
—Espere en el pasillo, ya le informo.
La empleada consultó por teléfono y regresó:
—Está en cardiología. No se permiten visitas en la planta, hay aislamiento. Si necesita dejar algo, él puede salir al pasillo si le dejan. El horario de visitas está en la entrada.
—¡Muchísimas gracias!
Lucía salió corriendo, buscando la entrada principal. «Si puede salir, no será grave», se tranquilizó.
En la planta, una enfermera le recordó ásperamente que no era hora de visitas.
—¡Acaban de ingresar a mi padre! ¡No contesta el teléfono! ¡Necesita cosas! —gritó Lucía.
Una mano le tocó el hombro. Al girarse, vio a una mujer embarazada, apenas mayor que ella.
—Lucía, hola —dijo Olga con cautela.
—¿Hola? ¿Nos conocemos?
—No del todo. Yo te conozco muy bien, pero tú a mí no. Bueno, para ti soy «la vecina que le da de comer al gato» —bromeó.
—No entiendo. ¿Viniste por mi padre? ¿Qué pasa?
—Lucía, vine porque me llamaron del hospital.
—¿A ti?
—Es que… soy su esposa.
—¿Cómo que su esposa?
—En el sentido más legal. Hasta puedo enseñarte el sello del pasaporte —dijo, protegiendo instintivamente su vientre—. Salgamos, te lo explico. Tu padre está bien, le llevé todo. Vamos.
Ya fuera, Olga buscó las palabras.
—¿Desde cuándo están casados? ¿Por qué no me dijo nada? ¡Y menos del…! —Lucía miró el abdomen.
—Esto tampoco es agradable para mí. Pero como dicen: «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes». Tu padre quería «encontrar el momento»… y la vida lo decidió por él.
—¿Y por qué no me lo dijo?
—¡Teme que lo rechaces! —exclamó Olga, mirándola fijo.
—¡Qué tontería! Al contrario, me preocupaba que estuviera solo. ¡Y resulta que tiene familia!
—¿Entonces… no te molesta?
—¡Claro que no! Esto es una ridiculez. ¡Ya sé por qué le dio un susto al corazón! Viviendo una doble vida. ¿Cuándo podré verlo?
—Lucía, ¿puedo llamarte así? —tras el asentimiento, continuó—: Hay aislamiento en la planta. A mí me dejaron entrar tras discutir. Mañana quizá puedas venir. No hace falta comida, está a dieta. Yo le llevé ropa. Cuando terminen las pruebas, llamará. No es grave, sospechan de un microinfarto. EstAl día siguiente, cuando Lucía llegó al hospital y vio a su padre sonreír débilmente desde la cama, entendió que, a pesar de los secretos y las mentiras, lo único que importaba era que seguían siendo familia.