Tengo sesenta y nueve años. Vivo en un modesto piso de dos habitaciones en las afueras de Toledo. Desde hace años, me despierto y me duermo con un nudo en el pecho. No es por soledad, no — al otro lado de la fina pared, mi hijo duerme. Pero cada noche temo que vuelva borracho, que grite, que exija dinero, que me culpe de todas sus desgracias. Y sé que tiene razón. Tiene todo el derecho a estar enfadado. Porque todas esas desgracias son, en parte, mías.
Mi hijo, Alejandro Sánchez, tiene cuarenta y cinco años. En su vida, se ha casado dos veces y ha vivido con dos mujeres más. Ninguna de ellas me pareció adecuada. Yo fui una madre que creyó sinceramente saber lo que era mejor para él. ¿Qué hay más fuerte que el instinto materno? Estaba segura de protegerlo de errores, de matrimonios fallidos, de sufrimientos. Ahora veo que no lo protegía a él, sino a mi orgullo.
Su primera esposa, Lucía, era una chica de pueblo. Se casaron siendo estudiantes, jóvenes e ilusionados. Yo lo vi y decidí enseguida: no era digna de él. Demasiado sencilla, demasiado corriente. No les dejé vivir conmigo, así que se apiñaron en una residencia universitaria. No paré de dar consejos, de soltar comentarios venenosos. Con el tiempo, se divorciaron. Él volvió a casa, derrotado, hundido. Yo me sentí victoriosa.
Pasaron años. Llegó María, luminosa, tranquila, de buen corazón. Una mujer de fe. Rezaba, iba a misa, soñaba con casarse por la Iglesia. Y yo… no pude contenerme. Burlas, sarcasmos, comentarios hirientes. Me parecía que quería “arrastrar” a mi hijo a su mundo de rezos. Destruí esa relación también.
Después vino Ana, una muchacha sin padres. Por entonces, Alejandro estudiaba una segunda carrera y todo le iba bien. Pero ella venía de un orfanato. Estaba convencida de que solo buscaba aprovecharse. Me entrometí de nuevo. Lo arruiné otra vez.
Cuando comprendí que esperar a la “nuera perfecta” era inútil, decidí buscarla yo misma. Encontré una chica de “buena familia”, con dinero y profesión. Hasta empezamos a planear la boda. Pero un mes después, mi hijo lo dejó todo. Volvió a casa al mediodía, tiró las llaves sobre la mesa y dijo: “No quiero vivir como tú decides por mí”.
Desde ese día, empezó a hundirse. Primero se quedaba en casa, apagado. Luego comenzó a beber. Ahora lo hace a diario. A veces solo, otras con amigos tan perdidos como él. Coge mi pensión, trabaja de vez en cuando, pero todo se lo gasta en alcohol. El piso siempre huele mal, está sucio. Y yo siento vergüenza ante los vecinos.
Me miro al espejo y me pregunto: ¿en qué fallé? ¿Por qué, tras criarlo sola, le di rencor en lugar de apoyo? ¿Por qué mi amor lo destruyó?
Sus ex… todas tienen una vida. Lucía está casada, con dos hijos, una casa y trabajo. María canta en el coro de la parroquia y cría a su hijo con un marido que la adora. Ana se casa pronto, vive en Valencia, sonríe en las fotos que me enseña a escondidas mi hermana.
Y yo… yo temo los ruidos en el pasillo. Temo que mi hijo llegue furioso otra vez. Temo hasta moverme de noche, por si lo despierto. Soy una mujer vieja, enferma y sola, que lo dio todo por su hijo… y al final, se lo arrebató todo.
Si pudiera volver atrás… No me entrometería. No lo asfixiaría. Solo lo abrazaría y le diría: “Sé feliz, hijo mío, como tú elijas. Estoy aquí”. Pero ahora es tarde. Solo le pido a Dios fuerzas para vivir lo que me queda.
Que mi historia sirva de advertencia. No les cortéis las alas a vuestros hijos. No les construyáis su vida. Solo amadlos… y dejadlos volar. Así es como de verdad alcanzarán el cielo.