El Resentimiento de 30 Años
Hace tres décadas que no hablo con mi suegra, Carmen Martínez. Todo empezó el día de mi boda con Javier, cuando ella nos regaló un saco de garbanzos y un juego de platos desgastados. Yo era joven, enamorada, llena de ilusión, y aquel “detalle” lo sentí como una bofetada en el alma. Ahora Javier, mi marido, me pide que la cuide porque está postrada en cama. “Lucía, es mi madre, está sola, ¿quién va a ayudarla?”, dice. Pero yo lo miro y pienso: “No quiero ver a tu madre, Javier. Después de todo lo ocurrido, no estoy obligada”. Y sin embargo, esta situación no me deja en paz. Me debato entre el rencor acumulado y esa vocecita que me susurra: “Quizá sea hora de cerrar este capítulo”.
Cuando nos casamos, estaba en el séptimo cielo. Éramos pobres, sin un duro, pero el amor lo era todo. La boda fue humilde, en un mesón de Toledo, pero mis padres pusieron empeño en que todo estuviera bonito. Ellos nos dieron dinero para amueblar la casa, los amigos nos regalaron vajilla nueva, pero Carmen Martínez… Nos entregó un saco de legumbres y seis platos que parecían sobrevivir desde los tiempos de la posguerra. “Para que no os falte lo básico”, dijo con una sonrisa de suficiencia. Contuve las lágrimas a duras penas. No por esperar algo lujoso, sino porque entendí el mensaje: para ella, yo no era suficiente. Ni un plato decente merecía.
Javier se encogió de hombros: “No le des importancia, mi madre es así”. Pero yo no pude olvidarlo. Carmen siempre dejó claro que no aprobaba nuestro matrimonio. Criticaba mis croquetas, la forma de limpiar, hasta cómo me peinaba. “Lucía, ¿qué clase de paella es esta sin azafrán? En esta familia no se hace así”, decía, invadiendo mi cocina. Cada visita era un examen que nunca aprobaba. Tras el “regalo”, corté el contacto. Le dije a Javier: “O ella respeta nuestra vida, o no quiero verla”. Él me eligió, y durante treinta años, ella solo lo visitó a él.
Construimos una vida juntos: dos hijos, un piso en Madrid, luego una casa en la sierra. Trabajé, cuidé de todo, apoyé a Javier en los malos momentos. Carmen vivió en su pequeño piso de Albacete, con sus macetas y sus cotilleos. Javier la ayudaba económicamente, pero yo me mantuve al margen. Y me sentía en paz. No había culpa en mí; ella misma cavó ese abismo al tratarme como una intrusa. Pero todo cambió hace un mes.
Javier llegó a casa con el rostro sombrío. “Lucía, mamá ha tenido un derrame. No puede valerse por sí misma”. Le expresé mi pena, pero cuando añadió: “Quiero que venga a vivir con nosotros, necesito que la ayudes”, sentí que el suelo se abría. ¿Ayudarla? ¿A ella? ¿A la mujer que me humilló en nuestra boda? ¿Que jamás pidió perdón? “¿Estás loco?”, le dije. “¿Después de treinta años de desprecios, voy a ser su enfermera?”. Él habló de deber filial, de que ya era mayor… ¿Y mi deber conmigo misma? ¿Con mi dignidad?
Discutimos hasta el amanecer. Javier decía que era su madre, que el tiempo se acaba. Yo le recordé las heridas abiertas. “¿Recuerdas cuando me llamó ‘mantelina’ delante de tus tías? ¿O cuando nos regaló garbanzos como si fuéramos mendigos? ¿Y ahora debo recibirla con los brazos abiertos?”. Él negaba con la cabeza: “Eso es agua pasada”. Pero para mí sigue manando.
Hablé con nuestra hija, buscando apoyo. Pero me dijo: “Mamá, entiendo tu dolor, pero la abuela está mal. Quizá podrías perdonar”. Perdonar… Fácil decirlo. No le deseo el mal, pero no soporto imaginarla en mi salón, compartiendo mi mesa. Propuse contratar una cuidadora o llevarla a una residencia. Pero Javier se negó: “La familia cuida de la familia”. ¿Y yo? ¿Acaso no soy familia?
Ahora estoy atrapada. Veo el sufrimiento de Javier, pero no sé si tengo fuerzas para convivir con su madre. A veces pienso en exigir una disculpa, pero ¿de qué sirve arrancar palabras a una mujer que apenas habla? Mejor seguir así, con un silencio de treinta años. Me pedirá que abra la puerta, pero mi corazón sigue cerrado con llave. El tiempo dirá si alguna vez encuentro la clave.