El resentimiento que duró treinta años
Hace tres décadas que no hablo con mi suegra, Ana María. Todo comenzó cuando, en mi boda con Javier, nos regaló un saco de trigo y un juego de platos viejos. Entonces yo era joven, enamorada, llena de ilusiones, y aquel “detalle” lo viví como una bofetada en el alma. Ahora Javier, mi marido, me pide que la cuide porque está postrada en la cama. “Luisa —me dice—, es mi madre, está sola, ¿quién la ayudará si no nosotros?” Y yo lo miro, pensando: “No quiero ver a tu madre, Javier. Después de todo lo ocurrido, no estoy obligada”. Pero la situación me carcome, desgarrada entre el rencor acumulado y la idea de que quizá sea hora de cerrar ese capítulo.
Cuando nos casamos, yo flotaba en una nube. Éramos jóvenes, sin un duro en el bolsillo, pero el amor lo envolvía todo. La boda fue sencilla, en un mesón de pueblo, aunque mis padres se esforzaron para que fuera bonita. Ellos nos dieron dinero para muebles, los amigos compraron vajilla nueva, pero Ana María… Nos entregó ese saco de trigo y seis platos despintados que, por el desgaste, debían de ser de su propia boda. “Para que no os falte de nada”, dijo con una sonrisa como si nos hubiera dado joyas. Contuve las lágrimas. No por esperar algo lujoso, sino porque entendí que no me aceptaba. Como si yo fuera menos que nada.
Javier se encogió de hombros. “Luisa, no le des importancia, mi madre es así, lo hace por cariño”. Pero no pude olvidarlo. Desde el principio, Ana María dejó claro que yo no era digna de su hijo. Criticaba mi cocina, mi forma de llevar la casa, incluso mi ropa. “Luisa, ¿cómo haces la paella sin azafrán? En esta familia no se hace así”, decía, plantada en mi cocina como un juez. Cada visita era un examen que yo suspendía. Tras aquel “regalo”, corté el contacto. Le dije a Javier: “O ella respeta nuestro espacio o no quiero verla”. Él me eligió, y acordamos que Ana María solo vendría cuando yo no estuviera. Así pasaron treinta años sin cruzar una palabra.
En ese tiempo, construimos nuestra vida. Criamos dos hijos, compramos un piso en Valencia y luego una casa en la sierra. Yo trabajé, cuidé de todos, apoyé a Javier en los malos momentos. Ana María siguió su camino, en su piso diminuto, con sus vecinas y su huerto. Javier la visitaba, le llevaba dinero, arreglaba cosas, pero yo me mantuve al margen. Y me conformaba. No sentía culpa: ella decidió que yo no merecía a su hijo. Pero ahora todo es distinto.
Hace un mes, Javier llegó taciturno. “Luisa —anunció—, mi madre está postrada. Un ictus, apenas puede moverse. Necesita cuidados”. Expresé mi pesar, pero cuando añadió: “Quiero que viva con nosotros, y necesito que la ayudes”, me faltó el aire. ¿Ayudarla? ¿A ella? ¿A la mujer que me humilló ante todos el día de mi boda? ¿Que nunca pidió perdón ni intentó reconciliarse? Lo miré fijo: “¿En serio? ¿Después de todo, debo ser su enfermera?” Él habló de su vejez, de su soledad, de su deber como hijo. ¿Y el mío? ¿Dónde quedaba mi dignidad?
Discutimos hasta la madrugada. Javier decía que era su madre, que el tiempo se agotaba. Yo intentaba explicarle que treinta años de resentimiento no se borran así. “¿Recuerdas cuando me llamó ‘zafia’ delante de todos? ¿O el trigo, como si fuéramos mendigos? —grité—. ¿Y ahora debo recibirla en mi casa?” Él negó con la cabeza: “Luisa, eso es pasado. Está enferma”. Pero para mí no es pasado. Es una herida abierta.
Hablé con nuestra hija, esperando apoyo. Pero me dijo: “Mamá, entiendo tu dolor, pero la abuela está mal. Quizá deberías perdonar”. ¿Perdonar? Fácil decirlo. No le deseo el mal, pero no soporto imaginarla aquí, día tras día. Le propuse a Javier contratar a una cuidadora o llevarla a una residencia —podemos pagarlo—. Pero se negó: “No es una extraña, debe estar con su familia”. Entonces, ¿yo soy la extraña? ¿Por qué nadie piensa en lo que siento?
Ahora estoy atrapada. Veo el sufrimiento de Javier. Lo amo y no quiero forzarlo a elegir. Pero tampoco puedo sacrificar mi paz por una mujer que nunca me consideró de los suyos. Hasta pensé: “¿Y si acepto, pero que pida perdón?” Mas caí en la cuenta: una anciana enferma no está para disculpas. Y yo no quiero ser quien la arrincone.
Por ahora, pedí tiempo. Javier asintió, pero noto su decepción. Yo… estoy agotada. Agotada de guardar rencor, de sentirme culpable. ¿Seré demasiado rencorosa? ¿Cómo olvidar tres décadas de desprecio? No sé qué hacer. Quizá el tiempo lo aclare. Mientras, intento conservar algo de paz —por Javier, por nuestra familia—. Pero una cosa es cierta: Ana María no pisará este umbral hasta que yo esté preparada. Si es que llego a estarlo algún día.