Renacer de las Cenizas

**Segundo Aire**

Javier no era un Adonis, ni mucho menos. Trabajaba como un humilde ingeniero en una fábrica de maquinaria pesada. No bebía, bueno, solo en Navidad o alguna boda. Tampoco fumaba. Llevaba veintidós años casado y jamás se le había pasado por la cabeza mirar a otra mujer.

Su hija se había casado y se mudó a Barcelona con su marido. No parecía tener prisa por llenar la casa de nietos, pero Javier no se quejaba. Los niños son ruidosos, manchan el suelo de juguetes y exigen demasiada atención. Él prefería sus tardes tranquilas con el periódico y la tele. ¿Qué prisa había? Ya tendría tiempo de jugar con los nietos.

Su mujer, Carmen, era perfecta en todos los aspectos: bien arreglada, la casa siempre reluciente, la cena lista a su hora y, en fechas especiales, una tarta casera o un buen guiso. Vamos, que la vida le sonreía.

Iba camino a casa en su coche, entrecerrando los ojos por el sol poniente, imaginando la cena calentita y su rato de sofâ y tele.

Al entrar en el piso, se quitó los zapatos en el recibidor y aguzó el oído. Lo normal era que Carmen asomara la cabeza desde la cocina diciendo: “Cinco minutos y está”. Pero esa noche, solo silencio. Una punzada de inquietud le atravesó el pecho. Avanzó al salón y la vio frente al armario, sacando vestidos a puñados y arrojándolos al sofá, donde había una maleta abierta.

—¿Adónde vas? ¿A Barcelona? ¿Es que está embarazada nuestra hija? —preguntó Javier.

Carmen, sin mirarle, empezó a doblar las prendas dentro de la maleta.

—¿Te has quedado sordo? Te llamo y ni contestas. ¿Adónde coño vas? —repitió él, perdiendo la paciencia.

Ella echó un vistazo a la habitación, como buscando algo olvidado, e intentó cerrar la maleta, pero estaba a reventar. La cremallera protestaba.

—En vez de hacer de estatua, podrías ayudar —dijo Carmen, apartándose un mechón de la frente con un soplido.

—Solo pregunto adónde te largas con medio armario. ¿Tan absurda es la pregunta? —Javier contuvo a duras penas la ira que le hervía por dentro.

—¿Adónde? Pues me piro de aquí. Me voy de tu lado —soltó ella, desafiante.

—¿Por qué? —Él arqueó una ceja, desconcertado.

—Porque estoy harta. ¿Me ayudas o qué? —Carmen señaló la maleta.

—¿Harta de qué? —Javier apretó la tapa con una mano y cerró la cremallera de un tirón.

—De todo. De ti. De la cocina. De pasarme las noches en casa, embobada ante la tele.

—Podías haberlo dicho. Habríamos ido al teatro de vez en cuando —improvisó él.

—¿Para morirme de vergüenza cuando ronques en plena función? Los días se repiten y la vida se esfuma —su voz tembló, cargada de frustración.

—Eso nos pasa a todos, da igual si corremos o nos quedamos quietos —filosofó Javier.

—No me des lecciones. Quiero algo que recordar al final. ¿Y qué tengo? ¿Tuppers de lentejas? ¿Fregar platos? ¿A ti pegado al periódico? —Carmen alzó la voz, al borde del grito.

—Crees que no tengo otra vida fuera de nuestra hija. Pues me voy con alguien que me trata como una diosa, que me escribe versos… —Sus ojos se perdieron en el vacío, soñadores.

—¿Y yo qué? —Javier lo entendió de golpe.

—Tú sigue con tu rutina. Pero ya cocinarás y plancharás solito. Llevo dos meses con este corte de pelo. ¿Te habías fijado? —Carmen esbozó una sonrisa amarga, bajó la maleta al suelo y la arrastró hacia la entrada, dejando dos surcos en la alfombra clara.

Mientras ella se ponía el abrigo, Javier no apartaba la vista de aquellas marcas. Le pareció que la maleta le había pasado por encima del corazón, dejando idénticas huellas.

Solo al oír el portazo, el giro de la llave, reaccionó. Entonces comprendió: su esposa se había ido.

Había que hacer algo. Por inercia, fue a la cocina. La tetera estaba fría. Abrió la nevera: gazpacho, medio paquete de jamón, dos latas de no sabía qué, unos huevos y leche a medias. Cerró la puerta. Se le quitó el hambre.

Regresó al salón y se sentó donde antes estuvo la maleta. Ni ganas de leer, ni de ver la tele. Eso era divertido cuando Carmen estaba ahí, aunque fregando o planchando. Había vida en casa.

Suspiró y se quedó mirando la pantalla negra, asimilando lo ocurrido. Lo peor era el silencio, como si se hubiera llevado todos los sonidos. Se puso la chaqueta, salió al frío y caminó sin rumbo. Pero el vacío le seguía.

Al pasar por un bar, vio gente riendo, charlando. Necesitaba llenar ese hueco dentro de él. Entró, pidió un brandy. El dolor se suavizó. Otro. Y otro más…

No recordaba cómo llegó a casa. Despertó vestido, con la cabeza a punto de estallar. Al intentar levantarse, el mundo gira. El móvil le recordó que era sábado. ¡Sábado! Volvió a la cama.

Dos horas después, algo más recuperado, se duchó y salió. El sol brillaba, la gente paseaba, los coches pasaban rugiendo. Cerca del bar de anoche, le dio un vuelco el estómago. Siguió hacia el paseo marítimo.

Una mujer le sonrió al cruzarse con él. Javier miró alrededor, pero no había nadie más. La sonrisa era para él.

—¿También disfrutando del día? Parece verano —dijo ella, aminorando el paso.

—Ajá —asintió él, torpe.

Ella se detuvo, como esperando algo más.

—Eeeh… Perdone, ¿nos conocemos? No la recuerdo. Hoy no estoy muy lúcido —balbuceó Javier.

—¿Le pasa algo? —La mujer le examinó con preocupación.

—Sí. Mi mujer me dejó. Por un poeta. Él le escribe versos, yo no —aclaró, sin saber por qué.

—Se le ve pálido. ¿Quiere sentarse? —Buscó un banco libre, pero todos estaban ocupados.

—Me dejó. Y anoche me pasé con la bebida… Bueno, no suelo beber —se secó la frente, sudorosa.

—Debería descansar. Venga, la acompaño a casa.

De camino, ella se quejó de su hija:

—Mi hijo vive en Valencia, pero mi hija trajo a su novio a casa. Un inútil. Pero si lo echo, ella se irá con él. Por eso paseo, para no gritarles.

Dijo que no me recordaba. Soy contable en una fábrica. Que no me recuerde me halaga: significa que era buen marido.

—Pues no tanto, si mi mujer me abandonó. ¿Sube a tomar algo? La casa está más silenciosa que un cementerio.

—No estaría bien. Acaba de irse su esposa y ya llevo yo… Otra vez será.

—Entonces yo tampoco subo —murmuró él, cabizbajo.

Ella dudó, luego le tomó del brazo.

—Vamos —dijo.

Bebieron té y hablaron. A Javier le parecía conocerla de otra vida.

—¿Ya se va? —preguntó cuandoSe miraron, y en ese instante, entre el aroma del té y el último rayo de sol filtrándose por la ventana, ambos supieron que sus vidas, como las páginas de un libro viejo, empezaban un nuevo capítulo juntos.

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