**Fénix**
Catalina entró en la oficina, asintió discretamente al guardia de seguridad y pasó de largo el ascensor para dirigirse a la escalera. Subir al quinto piso siempre lo hacía a pie. Tres veces por semana iba al gimnasio, aunque a menudo el tiempo no le alcanzaba. Incluso en su propio apartamento, en el decimoquinto piso, solía subir por la escalera cuando aún le quedaban fuerzas al final de la jornada.
El taconeo de sus zapatos, marcando un ritmo preciso sobre el mármol del vestíbulo, pronto se perdió en la profundidad de la escalera, como si hubiera alzado el vuelo. A sus espaldas la llamaban bruja, arpía, reina. A sus treinta y seis años, aparentaba diez menos. Su verdadera edad la delataban los ojos: inteligentes, calculadores, ojos de una mujer que había vivido mucho. Vestía con elegancia severa, y su maquillaje experto resaltaba su belleza natural.
—¿Quién es? —preguntó un joven que se acercó al guardia. Este lo midió con una mirada escrutadora.
—La directora de la auditoría Fénix —contestó con respeto el hombre de complexión robusta y mediana edad.
La mujer ya había desaparecido, pero en el vestíbulo aún flotaba el aroma de su perfume.
—¿No está casada? —inquirió el joven al guardia, mientras recorría con la vista el mapa del centro de negocios en busca de la oficina de Fénix.
—¿Qué necesita, señor? —La desconfianza del guardia crecía.
—Vengo a una entrevista en Norton.
—¿Apellido? —El guardia ya marcaba un número en el teléfono interno.
El joven respondió.
—Pase. Séptima planta, oficina setecientos diecisiete —indicó el guardia.
Alejandro se dirigió a los ascensores, notando la mirada del vigilante. Recordó que Fénix estaba en el quinto piso. Al llegar al séptimo, bajó por la escalera. Pronto divisó sobre las puertas de cristal un letrero rojo con letras grandes: *Auditoría Fénix*. Entró. Una sonrisa amable de la joven recepcionista lo detuvo.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —lo saludó.
—Buenos días. ¿Está la directora? —preguntó él, como si fuera un visitante habitual.
—Sí. ¿Tiene cita? ¿A qué hora? —La joven abrió la agenda.
—Sí… es decir, no. Quería hablar con ella.
—Me temo que no podrá atenderlo sin previa cita. ¿Para qué día prefiere reservar? —La recepcionista cogió un bolígrafo sin perder la sonrisa.
En ese momento, unos tacones repiquetearon, y Alejandro vio a una mujer imponente caminando por el pasillo. Se tensó como un depredador ante su presa.
—Doña Catalina, tiene visita, pero sin cita —anunció la recepcionista.
—Verá, vine para una entrevista en Norton. Decidí probar suerte aquí —confesó él con el aire de un niño pillado en falta.
Catalina lo escudriñó con una mirada rápida y penetrante.
—¿Tiene formación en economía? —Su voz era grave y melodiosa.
—No, en derecho —respondió Alejandro, desplegando todo su encanto.
—Bien, le escucharé. Venga —dijo ella, volviendo sobre sus pasos.
Él la siguió, admirando su figura esbelta bajo el traje gris y la falda estrecha, sus piernas alargadas por los tacones, inhalando el aroma de su perfume caro.
—Nina, que no me interrumpan en diez minutos —ordenó a la joven secretaria antes de abrir una puerta de roble.
—Pase.
La alfombra mullida ahogaba los pasos. Catalina se sentó en su lugar al frente de la larga mesa pulida e indicó una silla con la mirada.
—¿Qué puesto busca?
—No lo sé —respondió él con una sonrisa disculpatoria.
—Creo que sería mejor que regresara a Norton —respondió ella, fría.
—La verdad, nunca he trabajado en una auditoría. Pero necesito empleo, aprendo rápido. Déme una oportunidad —insistió con vehemencia.
Catalina lo estudió de nuevo.
—Uno de nuestros empleados más antiguos se jubila. En dos semanas le enseñará el trabajo. Su salario completo comenzará tras dos meses de prueba, si lo supera. ¿De acuerdo? —habló con pragmatismo.
—Acepto. No le defraudaré —prometió él, fingiendo entusiasmo.
—¿Trae documentos?
—Sí. —Alejandro buscó en su carpeta.
Ella lo detuvo con un gesto.
—Llévelos a recursos humanos. Nina le acompañará. Advierto que seguridad investiga a fondo a todos. Sin preguntas, le espero mañana. Nina le dará los detalles. —Catalina bajó la vista a los papeles, señalando el fin de la conversación.
Alejandro salió, sintiendo su mirada en la espalda.
—Estricta —comentó a Nina al cerrar la puerta.
La secretaria ni sonrió. *”Bien entrenada”*, pensó él.
Creía haber tenido suerte: empleo rápido y una jefa espectacular. *”Sin prisa, no asustarla, o acabaré en la calle”*, reflexionó mientras seguía a Nina por los pasillos laberínticos.
—¿Por qué dejó su último trabajo? —preguntó una mujer madura hojeando su currículum.
—Mi hermana me insistió en venir a Barcelona. Vi su empresa, el nombre me gustó —mintió sin ruborizarse.
No iba a confesar que en Sevilla había seducido a la hija del jefe, dejándola embarazada, y que escapó apenas con vida de la ira del padre.
La mujer le entregó un formulario. Mientras lo llenaba, Alejandro pensó en Catalina: *”Joven y ya directora. Alguien poderoso la habrá ayudado”*.
No andaba lejos de la verdad. Catalina creció en un pueblo pequeño, entre las chimeneas de una fábrica de papel. Su madre trabajó allí veinte años, enfermó de los pulmones y murió justo antes de que ella terminase el instituto. Con el título en mano, Catalina partió a Barcelona en busca de fortuna.
La halló en Iván, un estudiante mayor que la tomó bajo su protección. Cuando ella le dijo que estaba embarazada, él desapareció. ¿Parir y criar sola? Abortó. *”Tengo tiempo, luego tendré hijos”*. Pero nunca pudo.
Tras aquello, ignoró a los hombres. En un encuentro de negocios conoció al dueño de Fénix, veintidós años mayor. Cuando él le propuso matrimonio y ser su socia, aceptó sin dudar, aunque no lo amaba. *”Paciencia, luego tendré todo”*. Esperó diez años. Tras su muerte, se convirtió en la dueña absoluta de Fénix, fría y calculadora.
Dos semanas después, despidieron al empleado más antiguo de la empresa. Hubo discursos, un sobre con dinero y un viaje a Mallorca. Luego, buffet y baile.
Catalina se dirigía a la salida cuando Alejandro la detuvo.
—Doña Catalina, ¿bailamos?
Sin esperar respuesta, la llevó a la pista. Bailaba con destreza. En el último compás, la inclinó con elegancia. El público aplaudió.
Al ayudarla a incorporarse, vio que su mirada ya no era fría. Había interés. Ella se ajustó la chaqueta y salió sin hablar. Él contuvo el impulso de seguirla. *”No hay prisa”*, se recordó.
Tras del evento, Alejandro la evitó, fingiendo estar ocupado. Eso despertó su curiosidad. Finalmente, ella cedió. Nina le comunicó que la directora lo esperaba.
Entró sin miedo.
—He habl—He hablado con su departamento, su trabajo es impecable —dijo Catalina con voz serena—, a partir de mañana será empleado fijo con el sueldo correspondiente.
Alejandro agradeció con cortesía y salió, pero una semana después, al encontrarla saliendo del edificio, le ofreció llevarla en su coche, y esa noche, tras una cena discreta, terminó en su apartamento, donde comenzó una relación que ella, contra todo pronóstico, aceptó a pesar de su habitual desconfianza.
Sin embargo, todo se desmoronó cuando, tras desmayarse en la oficina y ser llevada al hospital, descubrió que estaba embarazada y, al regresar sorpresivamente a su casa, encontró a Alejandro con Nina, su secretaria, riendo en la cocina como amantes; Catalina, herida pero dueña de sí misma, los despidió a ambos al día siguiente sin miramientos, y meses después, paseando a su hija en el parque, vio a Alejandro destrozado y arruinado, discutiendo con una mujer mayor, mientras ella, libre de rencores, seguía adelante con la certeza de que su pequeña era el único amor verdadero que jamás la traicionaría.