**Una Segunda Oportunidad**
De pie en su lujoso despacho, Javier se reclinó en su sillón, sonriendo al recordar el camino que lo había llevado hasta allí. Su restaurante, ahora considerado el mejor de Madrid, era su mayor orgullo. Todo gracias a su cocina exquisita, su equipo leal y el ambiente cálido que ofrecía.
Mientras repasaba sus memorias, Javier recordó los años difíciles, aquellos en los que la vida exigía decisiones rápidas y coraje. Todo comenzó en la dura década de los 90, cuando su abuelo, Francisco López, vendió la casa de verano familiar y le entregó el dinero, confiando en su talento para los negocios.
Con aquel apoyo, Javier montó su primer negocio: un modesto puesto de tapas en el mercado. Más tarde, abrió un pequeño restaurante cerca de la estación de Atocha, y con esfuerzo y dedicación, construyó el imperio gastronómico que ahora dirigía. Su abuelo, quien lo crió junto a su abuela Carmen tras la muerte de su padre, siempre fue su mayor inspiración.
Pero había una herida que nunca cicatrizó: la ausencia de su madre. De pequeño, le decían Javi, y apenas la recordaba, pues desapareció poco después de la muerte de su marido. Sus abuelos decían que se había ido, pero él nunca dejó de esperarla. Hasta que un día, en una discusión acalorada, su abuela le gritó, furiosa, que su madre había muerto. Su abuelo intentó calmarla, pero aquellas palabras quedaron grabadas en su memoria.
Los años pasaron. Javier se casó con Lucía, tuvo dos hijos y formó una familia feliz. Aunque intentaba dejar el pasado atrás, algunas heridas siempre resurgen cuando menos te lo esperas…
Una mañana, mientras supervisaba el restaurante, Javier encontró a la nueva limpiadora, Ana, compartiendo comida con una anciana sin hogar en la parte trasera del local. Furioso, la reprendió con dureza. Permitir la presencia de alguien así era inaceptable para un restaurante de su categoría. Sin hacer caso de los ruegos de la mujer, le arrebató el pan a Ana y lo tiró al suelo, gritándole que se fuera y no volviera.
La anciana se agachó, recogió el pan y dijo con voz serena:
—Con pan, se puede aguantar cualquier calamidad.
La frase golpeó a Javier como un trueno. Su madre le había dicho esas mismas palabras cuando era niño. Con el corazón en un puño, la detuvo:
—¿De dónde conoce esa frase?
—Es solo un refrán viejo… —contestó ella, desconfiada.
—¿Cómo se llama?
—María Fernández.
En ese momento, el corazón de Javier latió con fuerza. El nombre, la frase… Todo encajaba. ¿Era posible?
Conmovido, la invitó a comer. Mientras compartían la mesa, le preguntó:
—¿Tuvo hijos?
La mujer suspiró hondo:
—Tuve uno… mi pequeño Javi. Pero me lo quitaron. Estuve en prisión injustamente, y cuando salí, él ya no estaba. Lo busqué, pero nunca lo encontré…
Cada palabra atravesaba el pecho de Javier. Las historias coincidían con su infancia. Hizo más preguntas, y las respuestas solo confirmaron lo que ya intuía.
—¿En qué ciudad vivía? ¿Cómo se llamaban los padres de su marido?
Ella respondió… y Javier sintió un escalofrío.
Era su historia. Era su pasado.
—¿Mamá? —susurró con la voz quebrada.
La mujer lo miró fijamente, durante un instante eterno.
—¿Javi?
Y entonces, rompió a llorar.
Javier abrazó a su madre perdida y juró que nunca más pasaría necesidad.
Le dio un hogar, cuidados y todo el amor que durante tantos años le había faltado.
Y la vida, generosa, les concedió una segunda oportunidad.
Porque, al final, el amor de madre nunca se pierde.