Renace la Esperanza.

**Una Segunda Oportunidad**

Sentado en su despacho lujoso, Javier se reclinó en el sillón de cuero, dejando que una sonrisa se dibujara en su rostro al recordar todo el camino recorrido. Su restaurante, ahora considerado el mejor de Madrid, era su mayor orgullo. Un lugar que destacaba por su cocina exquisita, un equipo leal y un ambiente que hacía sentir como en casa.

La mente de Javier vagó hacia aquellos años difíciles, los de la crisis de los 90, cuando cada decisión podía marcar el rumbo de una vida. Fue entonces cuando su abuelo, Emilio Rodríguez, vendió la finca familiar y le entregó el dinero, convencido de que su nieto tenía madera de empresario.

Con ese impulso, Javier montó su primer negocio: un modesto puesto de tapas en el mercado. Más tarde llegó un pequeño restaurante cerca de la estación de Atocha, y con esfuerzo y tesón, levantó el imperio gastronómico que ahora dirigía. Su abuelo, quien lo crio junto a su abuela Carmen tras la muerte de su padre, siempre fue su apoyo incondicional.

Pero una herida nunca cerró del todo: la ausencia de su madre. Javi —como lo llamaban de pequeño— apenas recordaba su rostro, pues ella desapareció poco después de la tragedia. Sus abuelos decían que se había ido, pero en su corazón, él nunca dejó de esperarla. Hasta que un día, en medio de una discusión, su abuela le gritó, furiosa, que su madre había muerto. Su abuelo intentó calmarla, pero aquellas palabras quedaron grabadas en su memoria.

Los años pasaron. Javier se casó con Lucía, tuvo dos hijos y construyó una familia feliz. Aunque intentaba dejar atrás el pasado, algunas heridas vuelven sin avisar…

Una mañana, mientras supervisaba el restaurante, encontró a la nueva limpiadora, Ana, compartiendo comida con una anciana en la puerta trasera. Furioso, la reprendió con dureza. Permitir que alguien en esas condiciones estuviera cerca de su establecimiento le parecía inaceptable. Sin escuchar los ruegos de la mujer, le arrebató el pan a Ana y lo tiró al suelo, gritándole que se fuera.

La anciana se agachó, lo recogió y murmuró con voz temblorosa:

—Con pan y paciencia, se sobrevive a todo.

Las palabras resonaron en Javier como un trueno. Era la misma frase que su madre le decía de pequeño. El corazón le dio un vuelvo y la detuvo:

—¿De dónde sabe eso?

—Es un refrán de toda la vida— respondió ella, desconfiada.

—¿Cómo se llama?

—María de los Ángeles.

El nombre no coincidía, pero algo en su mirada le resultaba familiar. Conmovido, la invitó a comer. Mientras compartían la mesa, le preguntó:

—¿Tuvo hijos?

Ella bajó la mirada.

—Uno… mi Javi. Me lo arrebataron… Estuve presa injustamente, y cuando salí, él ya no estaba. Lo busqué, pero nunca lo encontré.

Cada palabra le atravesaba el pecho. Las fechas, los lugares… todo encajaba.

—¿Dónde vivía entonces? ¿Cómo se llamaban sus suegros?

Ella respondió… y Javier sintió que el mundo se detenía.

—¿Mamá?— susurró con la voz quebrada.

La mujer lo miró fijamente, como si no diera crédito.

—¿Javi?

Y rompió a llorar.

Javier la abrazó y prometió que nunca más pasaría necesidad. Le dio un hogar, cariño y todo el tiempo perdido.

La vida, sabia, les había concedido una segunda oportunidad.

Porque al final, el amor de madre siempre encuentra el camino.

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Renace la Esperanza.