Medicamento contra el insomnio
El fin de semana, Begoña García decidió ir a casa de sus padres, una casita de campo a las afueras de Segovia. La semana había sido de lo más pesada: después de arrancar el último proyecto en la oficina, la noche se le antojaba un pozo sin fondo. Ni las pastillas ni la valeriana lograban conciliarle el sueño. Así que, tomando un día extra el viernes, pensó que también sería buena ocasión para ayudar a su madre a recoger moras y a comprar algunos víveres y medicinas.
Aparcó el coche frente al modesto y apretado hogar de tres ventanas. El primer visitante de honor fue el gato Misu, un pelirrojo de cinco años que hacía de guardián. Con el rabo tembloroso olfateó las ruedas, dejó su marcador como quien no tienevergüenza y se lanzó al huerto, hasta que la dueña le puso un alto.
Ya está empezando suspiró Begoña.
Arrastró varias bolsas hasta el portal, pero tropezó con una montaña de calzado que llevaba allí desde tiempos inmemoriales. Sandalias desgastadas, con la punta agujereada, que Begoña había usado en su infancia. Allí estaban, esperando a que alguien les diera una última oportunidad. Probablemente, una señal de cambios.
Con un gesto irritado apartó los viejos zapatos y las pantuflas con la pierna y entró al recibidor, convertido en una habitación de verano improvisada. El caos reinaba: contra la pared revestida de paneles recién instalados, una cama de hierro con bultos brillantes sobresalía, aunque la base estaba oculta bajo una montaña de ropa. Si uno rebuscaba entre el desorden mohooso, podría encontrar el vestido de verano que Begoña llevaba cuando cumplía diez años.
Vaya, otro obstáculo cruzado murmuró mientras la frustración se le asentaba en la garganta.
Empujó las bolsas dentro de la casa. No había nadie. El padre, seguramente, había salido en su barca a revisar las redes, y la madre rondaba entre los invitados. Naturalmente, al volver, le lanzarían la típica frase de bienvenida:
¡Ay, hija, qué sorpresa! Y nos habéis dejado sin nada, ¡nos habéis dejado sin nada!
¡Qué sí se habían olvidado! Desde la mañana, la madre había estado llamando por teléfono: «¡Me muero! Se me ha quedado sin medicinas, no puedo levantarme, he dejado la compra en el coche, ¡ayuda, socorro! No hay pan, ni aceite, ¡nada!». Así, la madre parecía estar «moribunda» de una forma digna de una telenovela. Tal vez, la tía Dolores estaba barriendo los umbrales con su falda, o la tía Carmen, o la vecina Clara, o la tía Lucía, la tía Esther ¿cuántas tías hay en el pueblo?
Begoña dejó las bolsas sobre la mesa, abrió la nevera y sintió cómo la ira le subía a la cara. En el congelador había tres paquetes de mantequilla a medio usar y una cuarta pieza reposando en el estante inferior. Dos botes de leche, comprados la semana pasada, ocupaban casi todo el espacio de la humilde nevera. La leche se había convertido en suero agrio, tal vez la madre pretendía elaborar penicilina casera. En tres semanas, quién sabe qué más.
Los restos de embutido convivían pacíficamente con el queso seco; una lata de guiso con una cuchara dentro se había posado sobre un manojo de cebollinos. Había frascos de mermelada y de escabeche de pepinos Menos mal que la temperatura del congelador no permitía que los bichos se proliferaran.
Con una cubeta y un trapo, Begoña sacó los alimentos descompuestos y los tiró al compost. Los cuervos, vigilantes del jardín, se lanzaron de inmediato a degustar esos manjares.
Begoña exhaló aliviada: menos mal que la madre no estaba en casa. Si hubiera estado, habría empezado el canto universal del reproche:
¡No se tiran los alimentos! ¡Es un pecado! ¡Yo prepararía torrijas!
Claro, pero Begoña tiene su propia teoría: no se debe dejar que la comida llegue a ese estado. No se debe comprar más de lo que se pueda consumir. ¡Eso sí es un pecado!






