**El Remedio Contra la Pena**
Lucía y Javier se conocieron en la universidad. Ambos vivían en la residencia de estudiantes. Desde el primer momento supieron que estarían juntos, pero decidieron formalizarlo tras graduarse. Sin embargo, como suele pasar, la vida alteró sus sencillos planes. En el último curso, Lucía quedó embarazada.
—Javi, ¿qué hacemos? —preguntó Lucía, desesperada, mientras lo miraba con ojos angustiados—. Mi madre es muy estricta, ya lo sabes. Ni siquiera quería que viniera a estudiar aquí. Tuve que suplicarle. Le prometí que no acabaría como ella, que no tendría un hijo sin estar casada. ¿Y ahora? ¿Cómo vuelvo a casa? Me matará. —Mordisqueó su labio para contener las lágrimas.
Javier también estaba asustado, pero decidió actuar como un hombre y proteger el honor de su amor. Sus padres no le habían puesto condiciones al dejarlo marchar a estudiar a una gran ciudad. Ahora, viendo a Lucía deshecha en llanto, no dudó: le propuso casarse. Con los exámenes finales a la vuelta de la esquina, no habría tiempo para una boda formal.
Llamó a sus padres, les contó la verdad y les anunció que regresaría con su título y una esposa. Por supuesto, lo regañaron, pero al final aceptaron. «Que vengan juntos», dijeron.
Lucía, temerosa, escondía tras Javier su vientre abultado mientras estaban en el estrecho recibidor de sus suegros. Su padre fruncía el ceño; su madre movía la cabeza y les reprochaba haberse apresurado con el bebé, casándose sin su bendición. «No es buen comienzo para una vida juntos», decían. Regañaron, protestaron, pero al final decidieron ayudarles. Vendieron su pequeño terreno en el pueblo, reunieron sus ahorros y les compraron un piso de una habitación.
—Hemos hecho lo que pudimos. Ahora, sigan adelante solos —dijo el padre como despedida.
Dos meses después, Lucía dio a luz a una niña.
Javier trabajaba, pero el dinero nunca era suficiente. Sus padres ya habían dado todo lo que tenían. Además, le daba vergüenza seguir pidiéndoles ayuda; era hora de valerse por sí mismo. Un antiguo compañero del instituto le propuso entonces dedicarse a la venta de ordenadores.
—Es un buen negocio. Hay que aprovechar el momento, la demanda es alta. Tengo contactos con proveedores y puedo conseguir buenos precios. Tú sabes de tecnología; yo estoy aprendiendo. Juntos podemos hacer algo grande —lo convenció su amigo.
Los tiempos del crimen organizado en los 90 habían pasado. Había riesgos, pero todo era legal. Javier aceptó, aunque tuvo que pedir un préstamo considerable para empezar y ser socio en condiciones iguales.
Compraron equipos obsoletos a bajo costo. Javier los reparaba, instalaba programas necesarios y los vendía a un precio mucho mayor. El negocio prosperó. No solo saldó la deuda, sino que compraron un piso más grande.
La niña creció y llegó la hora del jardín de infancia. Lucía, por su parte, ansiaba volver a trabajar.
—Quédate en casa, tenemos suficiente —refunfuñaba Javier—. Ya es hora de pensar en un hermanito.
—Déjame descansar un poco. Apenas salgo de entre pañales. Nunca he trabajado desde que terminé la universidad. Además, a Lola le vendrá bien jugar con otros niños. ¿Cómo entrará luego en el colegio? —argumentaba Lucía.
Pero conseguir plaza en la guardería no era fácil. A Lucía le ofrecieron un puesto como auxiliar a cambio de admitir a su hija. Aceptó sin dudarlo.
—¿Una universitaria de cuidadora? No me avergüences —rugía Javier.
—No te enfades. Será solo un año, hasta que admitan a Lola. Luego buscaré algo mejor. Y tendré a mi hija cerca. ¿No es bueno? —lo calmaba Lucía con dulzura.
En aquella época, el teletrabajo no era común y el internet era lento. Javier refunfuñó, pero accedió.
Su negocio prosperaba, despertando la envidia de la competencia. Hasta que todo se derrumbó. Justo después de adquirir una nueva remesa de portátiles, los robaron por la noche, simulando un incendio para cubrir el hurto. Perdieron todo el stock y se quedaron con deudas.
Su amigo se refugió en la bebida. Javier no podía permitírselo; tenía una familia. Había que devolver el dinero. Podrían vender el piso, pero ¿dónde vivirían? ¿Volver arrastrándose ante sus padres?
Buscó trabajo. No quería saber nada más de negocios. El azar lo ayudó: un coche atascado en la carretera. Lo empujó, vio un ordenador en el asiento trasero y entabló conversación. El conductor, al enterarse de su experiencia, le ofreció empleo en su empresa: mantenimiento de equipos, instalación de software. Justo lo que Javier sabía hacer. Aceptó.
Poco a poco, saldó la deuda. La vida se estabilizó. Su hija creció; al año siguiente terminaría el instituto y entraría en la universidad. Parecía que las penurias habían quedado atrás.
Hasta aquel día.
Javier llegó tarde del trabajo. Lucía preparaba la cena; Lola y su amiga escuchaban música. Cuando la amiga se marchó, la joven anunció:
—Mamá, la acompaño —gritó desde la entrada.
—¡No tardes! —respondió Lucía, pero la puerta ya se cerraba tras ellas.
Apagó el fuego y se sentó frente al televisor. Absorta en una película, perdió la noción del tiempo. Ni siquiera notó cuando Javier llegó.
—¿Por qué está tan callado? ¿Lola está en su cuarto? —preguntó él, frotándose las manos heladas—. Ha caído una helada repentina.
Entonces Lucía recordó: su hija había salido. ¿Cuánto tiempo había pasado? Veinte minutos, media hora? Debía haber regresado. La amiga vivía en la calle de al lado. Corrió al cuarto de Lola. Vacío. Llamó a su amiga.
—¿Lola no ha vuelto? Nos separamos hace veinte minutos —respondió la joven, extrañada.
Algo terrible había pasado. Lucía se culpaba. ¿Por qué la dejó ir? Debía haberla acompañado. Gritaba, quería escapar a la calle. Los padres de la amiga llamaron, ofreciéndose a ayudar. Javier no dejó que su mujer saliera; la sentó junto al teléfono. Pero ella apenas podía hablar. Cada vez que intentaba preguntar si habían ingresado a alguna joven en el hospital, rompía a llorar.
—Sí, hace una hora ingresaron a una chica sin documentos —confirmaron en un hospital.
Lucía lloró con más fuerza.
—Está viva. ¡Deja de llorar! Vamos —ordenó Javier.
Lola estaba viva, pero en coma. Los médicos no daban pronósticos. Lucía no abandonaba su lado, rogando que despertara. Pero el milagro no llegó. Al tercer día, las heridas en su cabeza fueron mortales.
Era un noviembre húmedo y ventoso. La llovizna se mezclaba con nieve. Pero aquella noche heló de repente. Mientras Lola volvía a casa, un coche con neumáticos de verano derrapó en una curva. Su grito se perdió entre el chirrido de frenos. El conductor perdió el control. Una cadena de desgracias imposibles.
Javier se mantenía fuerte, aunque la pérdida lo destrozaba. Pero Lucía… Temía que enloqueciera o siguiera a su hija. Tras el funeral, visitaba el cementerio casi a diario. En casa, se quedaba mirando al vacío, estallando en llantos, culpando a Javier:
—Si no fuera por tu maldito negJavier la abrazó en silencio, sabiendo que solo el tiempo y el pequeño Toshi, ronroneando entre ellos, podrían sanar poco a poco su corazón destrozado.