Regresó tras veinte años exigiendo «ayuda familiar»
Cuando alguien se va para siempre, aprendes a vivir sin él. Aprendes a no recordar, a no analizar, a no esperar. Rellenas ese vacío con trabajo, familia, responsabilidades. Y luego, años después, esa persona reaparece en el umbral de tu vida como si nada hubiera pasado. Como si no hubieran transcurrido dos décadas de silencio. Como si no hubieras permanecido de niña en un piso vacío, saqueado, abrazando a tu madre mientras él priorizaba llevarse el televisor antes que dejar a su hija un ápice de dignidad.
Mi padre se marchó cuando yo tenía diez años. Lo hizo con estruendo: gritos, portazos, escándalo. Se llevó todo, hasta la última silla. Incluso mi escritorio, ayudado por mi abuela paterna. Descubrí entonces el miedo que deja la desposesión. No era solo la ausencia de muebles, sino el arrancar de cuajo la infancia.
Tras el divorcio, desapareció. Sin pensiones, sin llamadas, sin cartas. Mi madre sobrevivió como pudo. Primero con ayuda de sus padres; luego, sola. Yo crecí, estudié, me casé con Javier, tuve a mi hija Sofía. Mamá y yo seguimos unidas; ella adora a su yerno y a su nieta. La vida, por fin, era estable. Hasta que él reapareció.
No daba crédito al verle junto a mi oficina en Madrid. Envejecido, mirada apagada, barriga prominente. Abrió los brazos, esperando un abrazo. Un escalofrío me recorrió. Pasé de largo. Él me siguió, balbuceando sobre cafés y añoranza. Accedí, quizá por entender su motivo.
En la cafetería, tejió mentiras: que mamá le prohibió verme, que sufrió en silencio. Mientras, formó otra familia en Valencia con tres hijos. Habló de «dolor» con patetismo. Preguntó por mí. ¡Qué audacia tras veinte años de ausencia!
Le interrumpí: «¿Qué quieres?». Su rostro se tensó. «Somos familia», dijo, ofendido. Dejé euros en la mesa y me marché. No me siguió. Ojalá hubiera terminado ahí.
Una semana después, me esperó de nuevo. «Te di tiempo para reflexionar», anunció. Su petición: que su hijo mayor, mi «hermano» Diego, viviera conmigo en Madrid mientras buscaban piso. «Los alquileres están caros, y la sangre llama», argumentó.
—Así os conoceréis —añadió con una sonrisa que heló mi sangre.
Le miré fijamente y me llevé el índice a la sien. «¿Hermano? ¿Sangre? Tú no eres nadie. Ni lo serás». Me alejé sin esperar réplica.
Consiguió mi número y empezó a llamar. Bloqueé cada nuevo intento. En un mensaje, se quejaba: «¡Soy tu padre!». ¿Lo imaginan? Quien me abandonó, sin pagar ni un euro, ahora exige respeto. Cínico. Absurdo.
Se lo conté a Javier. Quiso enfrentarle, hablar de honor. Pero lo detuve. No vale la pena. Él eligió su camino; yo el mío.
No diré nada a mamá. Sufriría recordar. Ya superó suficiente.
La vida es injusta, sí. Pero duele más cuando quien te traiciona exige tratos de familia. No. Así no funciona. Que se queje, que suplique. Yo no olvido las noches en aquel piso vacío, escuchando llorar a mamá en la cocina. Eso no se perdona.