Regreso del Pasado: Traición y Perdón

Estaba haciendo las maletas, preparándome para mudarme con el hombre que amaba, cuando unos golpes secos en la puerta lo cambiaron todo. En el umbral estaba Antonio, mi exmarido, el hombre que años atrás me había dejado por otra, destrozándome el corazón y pisoteando nuestro amor. Su aparición, como un fantasma del pasado, reabrió viejas heridas que creía cerradas. Venía con una propuesta que sacudiría los cimientos de mi vida.

Estaba entre cajas a medio llenar en mi piso de un pueblo tranquilo junto al río Tajo. Cada caja era un pedazo del pasado que dejaba atrás. Pensaba en Javier, el hombre que pacientemente me había ayudado a reconstruirme después de la traición de Antonio. Javier no era perfecto, pero era mi roca, en quien podía confiar. Los golpes en la puerta me sobresaltaron. Eran insistentes, despertando una punta de angustia en mi pecho. No esperaba a nadie, y menos a él.

Al abrir, me quedé helada. «¿Antonio?» Allí estaba, con más arrugas, la mirada cansada pero esos mismos ojos que antes me eran tan familiares. «Carmen —su voz tembló—, ¿puedo pasar?» Mi primer impulso fue cerrarle la puerta en la cara. Este hombre había arruinado mi vida. Pero, contra todo sentido común, di un paso atrás y lo dejé entrar en la casa que pronto dejaría.

Antonio miró alrededor, deteniéndose en las cajas. «¿Te mudas?», preguntó, aunque la respuesta era obvia. «Sí, con Javier, mi pareja. ¿Qué quieres, Antonio?» Mencionar a otro hombre le hizo torcer el gesto, pero lo disimuló con una sonrisa forzada. «Me… alegro de que hayas encontrado a alguien.» Un silencio incómodo se instaló entre nosotros, pesado como el aire antes de una tormenta.

«Carmen —dijo al fin—, no habría venido si no fuera urgente. Sé que no merezco pedirte nada después de lo que hice, pero… necesito tu ayuda.» Crucé los brazos, preparándome para lo peor. «¿Qué ayuda?» Dudó, y entonces soltó: «La mujer por la que te dejé… murió hace dos semanas. Me quedó una hija, Carmen. Se llama Lucía. Es todo lo que tengo, y no puedo solo. Te necesito.»

El hombre que me partió el corazón ahora me pedía ayuda para criar a su hija. La ironía me quemó. «¿Por qué yo, Antonio? ¿Por qué precisamente yo?» «Porque te conozco —su voz sonaba desesperada—. Tienes buen corazón. No conozco a nadie mejor que tú.» El suelo pareció hundirse bajo mis pies. Había tardado años en rehacer mi vida, y con una visita, Antonio lo volvía a desmoronar. Pero ahora no solo era cosa mía. En medio de todo esto había una niña pequeña, inocente de los errores de su padre. «No sé si podo, Antonio —susurré—. Pero lo pensaré.» «Gracias, Carmen. Es todo lo que pido», respondió, y en sus ojos brilló un atisbo de esperanza.

Cuando se marchó, supe que nada volvería a ser igual. Días después, quedamos en una cafetería en las afueras de la ciudad. Juguétea con una servilleta, nerviosa, mientras los esperaba junto a la ventana. Cuando Antonio entró, llevando de la mano a una niña de ojos grandes y claros, el corazón se me encogió. «Hola, Carmen —dijo suavemente, sentando a la niña frente a mí—. Esta es Lucía.» Le sonreí: «Hola, Lucía. Pareces una princesa con ese vestido.» Ella asintió tímidamente, aferrándose a su muñeca.

Mientras Antonio hablaba de lo difícil que era para él estar solo, mis pensamientos giraban en torno a Lucía. Era tan frágil, tan inocente, y algo en ella me llegó al alma. Entonces Antonio soltó la bomba: «Podría ser nuestra segunda oportunidad, Carmen. Para recuperar lo que perdimos.» No pude responder; en cambio, me pasó a Lucía con cuidado. Cuando la niña se acurrucó contra mí, sentí un calor que me llenó el pecho y una conexión que no podía explicar. «Necesito tiempo —murmuré, intentando ordenar mis ideas—.»

Más tarde llamé a Javier. Mi voz temblaba al decirle que necesitaba un respiro. Pero en el fondo, temía haberlo perdido. Los días siguientes fueron un torbellino. Pasé tiempo con Lucía, jugando y paseando por el parque. Ella se encariñaba conmigo, y yo con ella. Pero cuanto más me adentraba en su mundo, más notaba que algo no encajaba.

Una noche, mientras Antonio estaba fuera, terminé frente a la puerta de su despacho. Un presentimiento me llevó a mirar dentro. Al abrir un cajón, encontré documentos que lo cambiaron todo. Antonio no solo buscaba una madre para Lucía. Había una herencia vinculada a su custodia, dinero al que solo podía acceder si tenía pareja. Me estaba usando para asegurar su futuro.

Cuando Antonio regresó, le eché en cara la verdad. Su mirada culpable lo delató. «No lo puedo creer —susurré, conteniendo las lágrimas—. Ibas a mentirme, a utilizarme.» «Carmen, yo… —empezó, pero lo interrumpí—: Basta. Ya está bien.» Las lágrimas ardían mientras marcaba el número de Javier, rogando que contestara. «Perdóname, Javier. Por favor, llámame.»

Esa misma noche me fui de casa de Antonio, sabiendo que no podía ser parte de su engaño. Decidir a Lucía me partió el corazón —ella no se merecía esto—, pero tenía que dejarlo ir. Sentada en un taxi bajo la lluvia torrencial, le escribí a Javier: «Voy hacia ti. Perdóname. Déjame explicarte.»

Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, lo vi allí. Javier estaba esperando bajo la lluvia, empapado, con un ramo de claveles blancos —mis flores favoritas—. A pesar de todo, seguía ahí, como siempre. En ese momento lo entendí: Javier era mi hogar, mi paz, mi verdad.

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