Regresó con compañía

La abuela Dolores dejó el punto en la aguja y aguzó el oído. Alguien forcejeaba con la cerradura de la puerta principal. El sonido le resultaba familiar, pero no esperaba visita a esas horas. Eran las nueve y media de la noche, los vecinos ya dormían, y su nieta Lucía solo venía los fines de semana.

El pestillo cedió con un clic y la puerta crujió. En el recibidor se oyeron pasos pesados y un resuello extraño.

—¿Quién anda ahí? —gritó la anciana, aferrándose al bastón.

—Soy yo, mamá —respondió una voz que le hizo el corazón dar un vuelco.

No había escuchado esa voz en año y medio. Su hijo Miguel se marchó de casa tras una de sus borracheras y no dio señales de vida más allá de algún mensaje ocasional diciendo que seguía con vida.

—¿Miguelito? —llamó con la voz temblorosa.

—Sí, mamá. No te asustes.

Dolores se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, avanzó hacia el recibidor. Encendió la luz. En el umbral estaba su hijo, barbudo, con una chaqueta arrugada y unos vaqueros sucios. Su aspecto era deplorable, pero lo importante: estaba sobrio.

—¡Hijo mío! —Lo abrazó a pesar del olor a tabaco y sudor—. ¡Cuánto te he echado de menos!

—Y yo a ti —respondió él apretando el abrazo—. Perdóname por todo. Lo sé, he sido un desastre.

La mujer se separó y lo escudriñó. Había adelgazado mucho, con los ojos hundidos, pero la mirada era lúcida. No olía a alcohol.

—Pasa, pasa —se apresuró a decir—. Siéntate, voy a calentar algo de comer.

—Espera, mamá —Miguel la detuvo con suavidad—. No he venido solo.

—¿Cómo que no?

El hombre se volvió hacia la puerta y llamó en voz baja:

—Entra, no tengas miedo.

Tras él apareció una figurita diminuta. Una niña de cinco o seis años, vestida con un vestido rosa sucio y unas sandalias rotas. El pelo rubio y rizado enmarcaba unos ojos grises enormes, llenos de temor.

Dolores se llevó una mano a la boca.

—¿Y esta quién es?

—Mamá, te presento a Inés —dijo Miguel poniendo una mano en el hombro de la pequeña—. Mi hija.

—¿Tu… hija? —La anciana se dejó caer en el taburete del recibidor—. ¿Pero cómo? ¿De dónde?

—Es una historia larga. Primero déjanos darle de comer a la niña, bañarla. Está agotada, el viaje fue duro.

Inés se aferraba a su padre sin soltar palabra, solo aquellos ojos grandes escudriñaban ansiosos el entorno desconocido.

—Sí, claro —reaccionó Dolores—. Cariño, ¿tienes hambre? ¿Te apetece cenar?

La niña asintió, pero no se separó de Miguel.

—Pasad a la cocina —dijo la abuela cojeando—. En un momento preparo algo.

Miguel sentó a su hija a la mesa y se acomodó junto a ella. Inés miraba curiosa alrededor. La cocina de Dolores era pequeña pero acogedora: macetas en el alféizar, cortinas de encaje, una cafetera sobre la repisa.

—Mamá, ¿tienes algo para ella? ¿Leche, papilla? —preguntó el hombre.

—Hay leche, la calentaré. Y haré unas gachas —se apresuró la abuela—. ¿Te gustan las gachas, pequeña?

Inés volvió a asentir.

Mientras Dolores cocinaba, Miguel le explicaba suavemente a la niña:

—Esta es la casa de tu abuela. Aquí crecí yo. Mira qué flores más bonitas. Mañana, si hace buen tiempo, te enseño el patio. Hay columpios.

—¿Y cuándo viene mamá? —preguntó Inés con vocecita temblorosa, rompiendo su silencio.

El padre vaciló.

—Cielo, mamá no va a venir. ¿Recuerdas lo que hablamos?

La niña bajó la mirada.

—¿Se murió?

—Sí, pequeña. Se murió.

Dolores, de espaldas junto a los fogones, contuvo el aliento. ¿Qué madre? ¿Qué había pasado? ¿Cuántas sorpresas más le reservaba su hijo?

Puso ante Inés un plato de gachas y un vaso de leche templada.

—Come, cielo. Luego te bañamos y a dormir.

La niña probó con cautela. Pareció gustarle, porque empezó a comer con avidez.

—¿Está rico? —preguntó Dolores.

—Mhm —asintió Inés con la boca llena.

—Así me gusta. Come, come.

Miguel también cenó, aunque sin apetito. No apartaba los ojos de su hija, corrigiendo su postura, acercándole el vaso.

—Miguel —susurró Dolores—, tenemos que hablar.

—Lo sé. Pero primero acostemos a Inés.

La niña ya luchaba por mantener los ojos abiertos. El viaje la había agotado.

—Vamos, princesa —Dolores extendió la mano—. Te bañamos y a la cama.

En el baño, la ayudó a desvestirse. El vestido estaba hecho un asco, las sandalias apenas se sostenían. Bajo la ropa apareció un cuerpecito delgado cubierto de moretones.

—Inés, ¿qué es esto? —preguntó con cuidado la abuela señalando las marcas.

—Me caí —contestó lacónica la niña.

—¿Te caes a menudo?

Inés se encogió de hombros.

La anciana llenó la bañera y la ayudó a entrar. La pequeña jugaba en silencio con la espuma, mirando de reojo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto.

—Dolores. Pero puedes decirme abuela.

—Abuela —repitió Inés, saboreando la palabra.

—Eso es. ¿Cuántos años tienes?

—Cinco. Pronto seis.

—Qué mayor. Pronto al colegio.

La niña asintió.

—Mamá decía que soy lista. Ya sé leer.

—¡Qué inteligente! Mañana me lees algo, ¿sí?

Por primera vez esa noche, Inés esbozó una sonrisa.

Tras el baño, Dolores la envolvió en una toalla grande y la llevó a su habitación. Como no tenía cama infantil, la acostó en su propio lecho.

—Aquí dormirás —dijo arropándola—. Yo me quedaré en el sofá.

—No —suplicó Inés alarmada—. Yo soy pequeña, no ocupo mucho.

—Bueno —cedió la abuela—. Dormiremos juntas.

La niña suspiró aliviada y cerró los ojos. En minutos, ya dormía.

Dolores salió en puntillas y encontró a Miguel fumando en la cocina.

—Aquí no se fuma —le reprendió.

—Perdón —aplastó el cigarrillo—. Estoy nervioso.

—Con razón. Cuéntamelo todo.

El hombre se frotó el rostro.

—Complicado, mamá.

—Tengo todo el tiempo del mundo.

Se levantó, dio una vuelta por la cocina, volvió a sentarse.

—¿Recuerdas cuando me fui hace año y medio? Tras aquella pelea con los vecinos.

—Como olvidarlo. Borracho, armando escándalo.

—Me dio vergüenza. Creí que era mejor irme que seguir deshonrándote.

Ella calló. Recordaba ese día. Miguel llegó ebrio, armó bronca, se peleó con un vecino. Vino la policía.

—Fui a casa de Quique, ¿te acuerdas? Mi compañero del servicio. Vivía en las afueras. Me invitó.

—Y…

—Quique trabajaba de esto y lo otro. En el monte, en obras. Yo con él. GanábamosY así, entre el aroma a gachas calientes y las risas de Inés aprendiendo a hacer tortitas, Dolores comprendió que su hogar, que por tanto tiempo había estado vacío y silencioso, se llenaba de nuevo de vida y calor familiar.

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