Tamara Solera dejó a un lado su labor de ganchillo y aguzó el oído. Alguien forcejeaba con la cerradura de la puerta. El sonido le resultaba familiar, pero no esperaba visitas a esas horas. Las nueve y media de la noche, los vecinos ya dormían, y su nieta Lucía solo venía los fines de semana.
La cerradura hizo clic, la puerta chirrió. En el recibidor se escucharon pasos pesados y un resoplido.
—¿Quién anda ahí? —gritó Tamara, aferrándose al bastón.
—Mamá, soy yo —respondió una voz conocida.
Su corazón dio un vuelco. No había oído esa voz en año y medio. Su hijo Miguel se marchó de casa tras otra de sus borracheras y no volvió a aparecer. De vez en cuando mandaba algún mensaje diciendo que estaba bien, y poco más.
—¿Miguel? —llamó con voz temblorosa.
—Sí, mamá, soy yo. No te asustes.
Tamara se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, avanzó hacia el recibidor. Encendió la luz. En el umbral estaba su hijo, con la barba crecida, una chaqueta arrugada y vaqueros sucios. No tenía buen aspecto, pero lo importante era que estaba sobrio.
—¡Miguel! —Lo abrazó, a pesar del olor a tabaco y sudor—. Hijo, ¡cuánto te he echado de menos!
—Yo también, mamá. Perdóname —la estrechó con fuerza—. Sé que la he liado.
Tamara se apartó y lo miró atentamente. Había adelgazado mucho, los ojos hundidos, pero su mirada era clara. Nada de alcohol.
—Pasa, pasa —se apresuró a decir—. Siéntate, voy a calentar algo de comer.
—Mamá, espera —Miguel le agarró la mano—. No he venido solo.
—¿Cómo que no?
Se volvió hacia la puerta y llamó en voz baja:
—Entra, no tengas miedo.
Tras él apareció una figura pequeña. Una niña de unos cinco o seis años, con un vestido rosa manchado y sandalias gastadas. El pelo rubio y rizado, unos grandes ojos grises que miraban con timidez.
Tamara se llevó una mano a la boca.
—¿Quién es?
—Mamá, te presento a Sofía —Miguel puso una mano en el hombro de la niña—. Mi hija.
—¿Tu hija? —Tamara se dejó caer en el taburete del recibidor—. ¿Qué hija? ¿De dónde?
—Es larga de contar, mamá. Primero déjanos darle de comer y bañarla. Está agotada, el viaje ha sido duro.
Sofía se pegaba a su padre sin decir nada. Solo sus ojos grandes escudriñaban el lugar con curiosidad.
—Sí, claro —reaccionó Tamara—. Cariño, ¿tienes hambre? ¿Quieres algo de comer?
La niña asintió sin soltar a Miguel.
—Pasad a la cocina —Tamara, cojeando, se adelantó—. Ahora mismo preparo algo.
Miguel sentó a su hija a la mesa y se acomodó a su lado. Sofía miraba alrededor con avidez. La cocina de Tamara era pequeña pero acogedora. Macetas en el alféizar, cortinas de encaje, una cafetera antigua en una estantería.
—Mamá, ¿tienes algo para ella? ¿Leche, cereales? —preguntó Miguel.
—Hay leche, ahora la caliento. Y haré unas gachas —Tamara se movía de un lado a otro—. ¿Te gustan las gachas, niña?
Sofía asintió de nuevo.
Mientras Tamara cocinaba, Miguel le explicaba a su hija dónde estaban.
—Esta es la casa de tu abuela —le decía en voz baja—. Aquí me crié yo. ¿Ves esas flores tan bonitas? Mañana, si hace buen tiempo, te enseño el patio. Hay columpios.
—¿Y cuándo vendrá mamá? —habló por primera vez Sofía con una vocecilla frágil.
Miguel dudó.
—Sofía, mamá no va a venir. ¿Recuerdas lo que hablamos?
La niña bajó la mirada.
—¿Se ha muerto?
—Sí, pequeña. Se ha muerto.
Tamara, que estaba de espaldas a ellos junto a los fogones, se estremeció. ¿Qué madre? ¿Qué había pasado? ¿Cuántas sorpresas más le guardaba su hijo?
Puso delante de Sofía un plato de gachas y un vaso de leche templada.
—Come, cariño. Y luego te bañamos y a la cama.
Sofía probó un poco con cuidado. Al parecer le gustó, porque empezó a comer con apetito.
—¿Está rico? —preguntó Tamara.
—Mmh —asintió la niña con la boca llena.
—Muy bien. Come, come.
Miguel también comió, aunque sin hambre. No apartaba la vista de su hija, le colocaba la servilleta, acercaba el vaso de leche.
—Miguel —dijo Tamara en voz baja—, tenemos que hablar.
—Lo sé, mamá. Pero primero acostemos a Sofía.
La niña ya tenía los ojos cerrados de sueño. El viaje la había cansado.
—Vamos, sol —Tamara la tomó de la mano—. Te lavamos y a dormir.
En el baño, la ayudó a desvestirse. El vestido estaba sucio de verdad, las sandalias casi rotas. Bajo la ropa apareció un cuerpecito flaco con moratones.
—Sofía, ¿qué es esto? —preguntó con cuidado Tamara, señalando las marcas en sus brazos y piernas.
—Me caí —respondió la niña lacónica.
—¿Te caes mucho?
Sofía se encogió de hombros sin contestar.
Tamara llenó la bañera con agua templada y la metió dentro. Sofía se quedó quieta, jugando con la espuma, mirando de reojo a su abuela.
—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto.
—Tamara Solera. Pero me puedes llamar abuela.
—Abuela —repitió Sofía, como saboreando la palabra nueva.
—Eso es. ¿Cuántos años tienes?
—Cinco. Pronto seis.
—Ya eres mayor. Pronto al colegio.
Sofía asintió.
—Mamá decía que soy lista. Ya sé leer un poco.
—¡Qué bien! Mañana me lees algo, ¿vale?
La niña sonrió por primera vez en toda la noche.
Después del baño, Tamara la envolvió en una toalla grande y la llevó a su dormitorio. No había cama para la niña, así que la acostó en la suya, amplia.
—Aquí dormirás —dijo, arropándola—. Y yo en el sofá.
—No hace falta —se asustó Sofía—. Yo soy pequeña.
—Bueno —cedió Tamara—. Pues dormimos juntas.
Sofía suspiró aliviada y cerró los ojos. En minutos, dormía.
Tamara salió en silencio y volvió a la cocina. Miguel estaba sentado fumando.
—No fumes en casa —dijo ella.
—Perdona —apagó el cigarrillo—. Estoy nervioso.
—Con razón. Ahora cuéntamelo todo.
Miguel se frotó la cara con las manos.
—Mamá, es complicado.
—Tengo tiempo.
Se levantó, dio una vuelta por la cocina, volvió a sentarse.
—¿Recuerdas que me fui hace año y medio? Después de la bronca con los vecinos.
—Lo recuerdo. Borracho, armando escándalo.
—Sí. Me avergonzaba. Pensé que mejor irme que seguir dándote disgustos.Y así, entre recuerdos dolorosos y nuevos comienzos, la casa de Tamara se llenó de risas infantiles, pasos firmes y el calor de una familia que, contra todo pronóstico, volvía a tejerse con esperanza.