Regresó con compañía

Regresó con compañía

Carmen Fernández dejó a un lado su labor de punto y aguzó el oído. Alguien forcejeaba con la cerradura de la puerta principal. El sonido le resultaba familiar, pero no esperaba visitas a esas horas. Las nueve y media de la noche, los vecinos ya dormían, y su nieta Lucía solo venía los fines de semana.

La cerradura hizo clic, la puerta crujió. En el recibidor se oyeron pasos pesados y un leve resuello.

—¿Quién anda ahí? —gritó Carmen, agarrando su bastón.

—Mamá, soy yo —respondió una voz conocida.

El corazón le dio un vuelco. No escuchaba esa voz desde hacía año y medio. Su hijo Alejandro se había marchado de casa tras una borrachera más y no había vuelto. Solo mandaba algún mensaje de vez en cuando diciendo que estaba bien.

—¿Alejandro? —preguntó con voz temblorosa.

—Sí, mamá, soy yo. No te asustes.

Carmen se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, caminó hacia el recibidor. Encendió la luz. En el umbral estaba su hijo, con la barba crecida, una chaqueta arrugada y vaqueros sucios. Lucía mal, pero lo importante era que estaba sobrio.

—¡Alejandro! —Lo abrazó, a pesar del olor a tabaco y sudor—. Hijo mío, ¡cuánto te he echado de menos!

—Yo también, mamá. Perdóname —la estrechó con fuerza—. Sé que la he liado.

Carmen se separó y lo miró con atención. Había adelgazado, con los ojos hundidos, pero la mirada clara. No bebido.

—Pasa, pasa —se apresuró—. Siéntate a la mesa, voy a calentar algo de comida.

—Mamá, espera —Alejandro la cogió de la mano—. No he venido solo.

—¿Cómo que no?

Se volvió hacia la puerta y llamó en voz baja:

—Entra, no tengas miedo.

De detrás de él asomó una figurita. Una niña de cinco o seis años, con un vestido rosa sucio y unas sandalias gastadas. El pelo rubio y rizado, los ojos grises, grandes, mirando con timidez.

Carmen dejó escapar un suspiro.

—¿Quién es?

—Mamá, te presento a Sofía —Alejandro posó una mano en el hombro de la pequeña—. Mi hija.

—¿Tu hija? —Carmen se dejó caer en un taburete—. ¿Qué hija? ¿De dónde?

—Es una historia larga, mamá. Primero vamos a darle de comer y a bañarla. Está agotada, hemos tenido un viaje largo.

Sofía se pegaba a su padre, en silencio. Solo sus grandes ojos recorrían la estancia, curiosos.

—Claro, claro —reaccionó Carmen—. Cariño, ¿tienes hambre? ¿Quieres comer algo?

La niña asintió, pero no se separó de Alejandro.

—Pasad a la cocina —Carmen, cojeando, les guió—. Ahora mismo preparo algo.

Alejandro sentó a su hija a la mesa y se sentó a su lado. Sofía miraba alrededor con curiosidad. La cocina de Carmen era pequeña pero acogedora. Macetas en el alféizar, cortinas de encaje, una cafetera antigua en una repisa.

—Mamá, ¿tienes algo para ella? ¿Leche, cereales? —preguntó Alejandro.

—Leche sí, ahora la caliento. Y en un momento hago unos cereales —se apresuró Carmen—. ¿Te gustan los cereales, pequeña?

Sofía volvió a asentir.

Mientras la abuela preparaba la comida, Alejandro le explicaba a su hija dónde estaban.

—Esta es la casa de tu abuela —le dijo en voz baja—. Aquí crecí yo. ¿Ves esas flores tan bonitas? Mañana, si hace buen tiempo, te enseñaré el patio. Hay columpios.

—¿Y cuándo vendrá mamá? —preguntó Sofía por primera vez, con una vocecita dulce.

Alejandro dudó.

—Sofía, mamá no va a venir. ¿Te acuerdas de lo que hablamos?

La niña bajó la mirada.

—¿Se ha muerto?

—Sí, cariño. Se ha muerto.

Carmen, que estaba de espaldas frente a los fogones, se estremeció. ¿Qué madre? ¿Qué había pasado? ¿Cuántas sorpresas más le deparaba su hijo?

Puso delante de Sofía un plato de cereales y un vaso de leche caliente.

—Come, pequeña. Luego te bañamos y te acuestas.

Sofía probó los cereales con cuidado. Le gustaron, porque empezó a comer con apetito.

—¿Está rico? —preguntó Carmen.

—Sí —asintió la niña, con la boca llena.

—Muy bien. Come todo.

Alejandro también cenó, aunque sin mucho apetito. No apartaba la vista de su hija, le ajustaba la servilleta, le acercaba el vaso de leche.

—Alejandro —dijo Carmen en voz baja—, tenemos que hablar.

—Lo sé, mamá. Pero primero acostemos a Sofía.

La niña ya apenas podía mantener los ojos abiertos. El viaje había sido agotador.

—Vamos, mi vida —Carmen la tomó de la mano—. Te bañamos y a dormir.

En el baño, ayudó a Sofía a desvestirse. El vestido estaba muy sucio, las sandalias casi deshechas. Bajo la ropa, un cuerpecito delgado con moretones.

—Sofía, ¿qué son estos? —preguntó Carmen con cuidado, señalando los moratones en brazos y piernas.

—Me caí —respondió la niña, lacónica.

—¿Te caes mucho?

Sofía se encogió de hombros y no contestó.

Carmen llenó la bañera de agua tibia y sentó a su nieta dentro. Sofía jugueteaba con la espuma, mirando de vez en cuando a su abuela.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto.

—Carmen Fernández. Pero puedes llamarme abuela.

—Abuela —repitió Sofía, como saboreando la palabra nueva.

—Así es. ¿Cuántos años tienes?

—Cinco. Pronto seis.

—Qué mayor. Pronto irás al cole.

Sofía asintió.

—Mamá decía que soy lista. Ya sé leer.

—¡Qué bien! ¿Mañana me lees algo?

La niña sonrió por primera vez en toda la noche.

Después del baño, Carmen la envolvió en una toalla grande y la llevó a su dormitorio. No había cama para la niña, así que la acomodó en su propia cama.

—Aquí dormirás —dijo, arropándola—. Yo me voy al sofá del salón.

—No —se asustó Sofía—. No ocupo mucho sitio.

—Vale —aceptó Carmen—. Dormiremos juntas.

Sofía suspiró, contenta, y cerró los ojos. En minutos, se durmió.

Carmen salió en puntillas y volvió a la cocina. Alejandro estaba sentado, fumando.

—Aquí no se fuma —dijo ella.

—Perdona —apagó el cigarrillo—. Estoy nervioso.

—Con razón. Ahora cuéntamelo todo.

Alejandro se pasó las manos por la cara.

—Mamá, es complicado.

—Tengo tiempo.

Se levantó, caminó por la cocina, volvió a sentarse.

—¿Recuerdas que me fui hace año y medio? Tras la pelea con los vecinos.

—Sí. Llegaste borracho, armaste un escándalo.

—Sí. Me dio vergüenza. Pensé que era mejor irme que seguir avergonzándAl día siguiente, con los rayos del sol entrando por la ventana y el aroma a pan recién tostado llenando la cocina, Carmen supo que, a pesar de todo, la familia que tanto había anhelado estaba finalmente completa.

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MagistrUm
Regresó con compañía