No olvidaré aquella noche en la que la vida cambió para siempre en nuestra humilde casa de Toledo. Doña Rosario dejó a un lado su labor de ganchillo y aguzó el oído. Alguien forcejeaba con la cerradura de la puerta principal. El ruido le resultaba familiar, pero a aquellas horas no esperaba visitas. Eran casi las diez de la noche, los vecinos dormían, y su nieta Lucía solo venía los fines de semana.
El cerrojo cedió con un chasquido y la puerta rechinó. En el recibidor resonaron pasos pesados y un resoplido.
—¿Quién anda ahí?— gritó la anciana, aferrándose a su bastón.
—Madre, soy yo— respondió una voz conocida que le hizo estremecer el corazón. No escuchaba ese timbre desde hacía año y medio. Su hijo Miguel había abandonado el hogar tras otra de sus borracheras y no había vuelto. Solo mandaba mensajes diciendo que estaba bien.
—¿Miguel?— llamó, vacilante.
—Sí, madre. No te asustes.
Doña Rosario se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, avanzó hacia el recibidor. Al encender la luz, vio a su hijo en el umbral: barba crecida, chaqueta arrugada y vaqueros sucios. Su aspecto era deplorable, pero lo importante es que estaba sobrio.
—¡Hijo mío!— lo abrazó a pesar del olor a sudor—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Yo también, madre. Perdóname— la estrechó con fuerza—. Sé el daño que he causado.
La mujer se separó para examinarlo. Delgado, ojeroso, pero con la mirada lúcida.
—Pasa, pasa— se apresuró a decir—. Siéntate que voy a calentar algo de comer.
—Espera, madre— Miguel la detuvo—. No he venido solo.
—¿Cómo que no?
El hombre se volvió hacia la puerta y llamó en voz baja:
—Entra, no temas.
De detrás de él asomó una figurita menuda. Una niña de unos cinco años, vestida con un trajecito rosa ajado y sandalias gastadas. Cabellos rubios ensortijados, grandes ojos grises que miraban con timidez.
—¡Santo cielo!— exclamó doña Rosario—. ¿Quién es esta criatura?
—Madre, te presento a Anabel— Miguel posó una mano en el hombro de la pequeña—. Mi hija.
—¿Tu… hija?— La anciana se dejó caer en el banco del recibidor—. ¿Qué hija? ¿De dónde?
—Es larga historia. Primero déjanos darle de comer y asearla. Venimos de muy lejos.
La niña se aferraba a su padre en silencio, solo sus ojos curiosos exploraban aquel lugar desconocido.
—Claro, claro— reaccionó doña Rosario—. Niña, ¿tienes hambre?
Anabel asintió sin soltar a Miguel.
—Pasad a la cocina— la anciana guió el camino cojeando—. En un momento preparo algo.
Miguel sentó a su hija a la mesa. La pequeña observaba todo con interés: la cocina modesta pero acogedora, las macetas en el alféizar, las cortinas de encaje, la cafetera de hierro en el estante.
—Madre, ¿tienes algo para la niña? ¿Leche, papilla?— preguntó Miguel.
—Hay leche, la calentaré. Y haré unas gachas— se afanó doña Rosario—. ¿Te gustan, pequeña?
Anabel volvió a asentir.
Mientras la abuela cocinaba, Miguel le explicaba a su hija:
—Esta es la casa de tu abuela. Aquí crecí yo— señaló hacia la ventana—. Mañana, si hace buen tiempo, verás el patio. Hay columpios.
—¿Y cuándo viene mamá?— preguntó Anabel con vocecita dulce.
Miguel vaciló.
—Cielo, tu mamá no vendrá. Ya te lo expliqué.
—¿Se murió?— susurró la niña.
—Sí, pequeña.
Doña Rosario, de espaldas a ellos ante el fogón, se estremeció. ¿Qué madre? ¿Cuántas sorpresas más le reservaba su hijo?
Sirvió un plato de gachas y un vaso de leche templada.
—Come, hija. Luego te bañaremos y a dormir.
Anabel probó cautelosamente y, al parecer gustarle, comió con apetito.
—¿Está rico?— preguntó la abuela.
—Mmhmm— asintió la niña con la boca llena.
Miguel apenas tocó su comida, pendiente de su hija, arreglándole la servilleta, acercándole el vaso.
—Hemos de hablar— susurró doña Rosario.
—Lo sé, madre. Primero acostemos a Anabel.
La niña ya luchaba por mantener los ojos abiertos, agotada del viaje.
—Vamos, cielo— doña Rosario tomó su manita—. A asearte y a la cama.
En el baño, al quitarle la ropa, descubrió el cuerpecito delgado lleno de moratones.
—Anabel, ¿esto qué es?— preguntó señalando las marcas.
—Me caí— respondió lacónica.
—¿Te caes mucho?
La niña encogió los hombros.
La abuela la bañó con agua tibia. Anabel jugaba con la espuma, mirando de reojo a aquella señora que le parecía tan amable.
—¿Cómo te llamas?— preguntó de pronto.